Un año más tarde

En este instante, preciosa. En paz. Hace una hora, bajaba del metro y, sudando, meditaba sobre la palabra "agobiada". Me cuesta no dejarme llevar últimamente. Esta noche les mentí a todos. (…)

 

En este instante, preciosa. En paz. Hace una hora, bajaba del metro y, sudando, meditaba sobre la palabra "agobiada". Me cuesta no dejarme llevar últimamente. Esta noche les mentí a todos. Dije que tenía una formación y, por lo tanto, no tendría tiempo para estar allí. Ni para hacer voluntariado, ni para contestar mensajes, ni para ver a nadie. Lo que pasó es que me hice un regalo precioso. Llegué a casa, me duché, lloré, me acurruqué en mi esterilla de yoga y recé. Finalmente, encontré este momento. Momento sagrado donde nadie sabe dónde estoy. Donde simplemente puedo ser y escribir (mis dos verbos favoritos). Y no renuncio a nada, ¿sabes? Ni a la ansia de amar, ni a la fuerza para vencer, ni al secreto deseo de ser escuchada. Pero me dejo guiar. Por unas horas, dejo que la luz decida.

Nadie me había dicho que tendría que vender pan. O cruzar la ciudad a pie. O esperar tanto para ver mis sueños convertirse en arte. Pero también entendí algo: no importa si por ahora no puedo comprarme la cámara. Lo que mi alma anhela es formar parte del todo, ser absorbida. Verlo todo, sentirlo todo: en medio de una multitud como en un bosque. Mi alma llora de dolor cuando estoy encerrada. No es la ciudad lo que me ahoga, es el no tener la oportunidad de ver todos sus aspectos. Es no mirar a la gente, mezclarme con ellos, ver las sonrisas, los momentos. Me hubiera gustado que lo vieras el otro día... Había una pareja en la calle, dos jóvenes de apenas veinte años y ya con dos hijos. El hombre estaba en silla de ruedas y los dos pequeños también se habían sentado allí, uno en sus rodillas y el otro en el reposapiés, entre sus piernas, y todos parecían tan felices. Se reían mientras comían helados. Si hubiera tenido una cámara… Clic. Tendrías que haber visto su alegría, Lidy, mezclada con los rayos del sol. La escena me emocionó.

En fin, carezco de medios, pero mis circunstancias no pueden detenerme. No influyen ni en mi estado de ánimo ni en mi determinación por capturar la belleza del mundo. Hace mucho tiempo hice un pacto conmigo misma y con mi madre. La vie est belle — la vida es bella — y lo demostraré. —

Child and Bird, Barcelona, 2024 —


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#11 - “Historias del gas”

Esta mañana, como empecé en los terrados, no tenía nada con qué escribir y tenía esta ansia de hacerlo. Así que empecé a llamar a las puertas y, en apenas una hora, ya había reunido un buen botín (…)

 

Trabaja duro y esto podría ser tú algún día: “Ha trabajado duro.”

02/09/23 — Pensamientos

Yo era la chica que, en su primer día de secundaria, llevaba bailarinas moradas con calcetines naranjas y lunares verdes. Y con la sonrisa además. La gente cuchicheaba a mi paso, y yo sonreía, repartía caramelos. No era consciente, bajaba de la montaña.

Dios, cómo me gustaría volver a ese estado de (in)conciencia. Pero fui demasiado lejos. Con los años, me construí un corsé que funcionó maravillosamente. Mientras lo apretaba, la cara morada, la gente aplaudía, me felicitaba. Ahora hago todo lo posible por volver a encontrarme.

Es doloroso, frustrante, aterrador incluso. Pero no, va más allá de eso. En realidad, es una agonía. La muerte del yo fabricado por el nacimiento del yo auténtico. Hay que agarrarse. —

Amanecer en Barcelona, desde los terrados —


19/10/23 — Núria

Creo que hay algo en la frase «Necesito ayuda» a lo que el universo es especialmente sensible.

Esta mañana, nadie me abre la puerta. Es un NO tras otro, y un jefe que dice que es mejor que no vuelva a casa hasta haber conseguido [tal] porcentaje.

Al entrar en su casa, el monstruo voraz que me devora las entrañas constantemente se calma de repente. Todo está oscuro, pero es una oscuridad cálida. En la cocina, hay una vela encendida y una minúscula imagen de María.

Digo unas palabras a la señora, Núria pues, que ya tiene una edad. Me dice que le cuesta caminar. Le cuento que he tenido un mal día y, de repente, dos almas se encuentran. Me aprieta la mano y me ofrece una pera.

«Te la pongo en una bolsa, espera.

—No, le digo. Por favor... Tengo hambre.».

En estas dos palabras, «tengo hambre», y la lástima que le pudo inspirar mi mirada en ese momento, lo leyó todo. No dijo nada, la lavó con agua y me la entregó.

Bueno, otro día horrible, pero pronto todo irá mejor y solo recordaré este gesto: una mano tendida y una persona que habla a otra como si fuera humana.

It’s nice, for a change. (Es agradable, para variar) —


01/12/23 — Maragall/Virrei Amat

Existen dos tipos de contadores: los que se encuentran dentro de las viviendas y los que están en los terrados. Cuando hay que llamar a la puerta (“viviendas”), la compañía está obligada por ley a colocar un aviso — una hoja de papel A4 pegada en la puerta — con una semana de antelación. Es en este papel, que recojo a lo largo del día, donde suelo escribir.

Esta mañana, como empecé en los terrados, no tenía nada con qué escribir y tenía esta ansia mía de hacerlo. Así que empecé a llamar a las puertas y, en apenas una hora, ya había reunido un buen botín (de hojas, claro, no de contadores. A estas horas nadie abre).

Y empecé a pensar… Un año. No pensaba que aguantaría tanto tiempo. Hace un año, tocaba el fondo. Tenía 1,47 € en mi cuenta bancaria y contaba las pequeñas monedas para comprar papel de regalo para mis padres. Lloraba mucho, rezaba poco, confiaba más en malas relaciones para salir del abismo que en mis propias capacidades en Dios. Hace un año, tenía miedo de coger el metro sola, cantaba mis primeros conciertos. Me angustiaba por todo y sudaba día y noche por el dinero. Hace un año, me cortaba el pelo yo misma con unas tijeras de Ikea y utilizaba el presupuesto semanal para comprarme una chaqueta que se suponía que iba a solucionar todos mis problemas. Hace un año, perdía el ánimo, me perdía a mí misma.

Hace, pues, un año que tarareo al bajar del autobús y que practico mis solos en las escaleras. Ahora me cuesta reconocer a la persona que veo subir al escenario y ponerse delante de todo el mundo, murmurando con el corazón lleno de gratitud: «Aquí estoy…».

Ha ocurrido un milagro, y todo empezó así: con una comunidad. Por eso sí, tenemos que apoyarnos mutuamente, día tras día. Tenemos que aprender a no juzgar con dureza los errores, las excusas, los estados de ánimo o los malos días. Porqué sin los demás...

En fin, esta mañana, mientras contemplaba cómo el sol pintaba la ciudad de oro, se me ocurrió que ya no tengo motivos para temer nada. He llegado a un punto en mi relación con Dios que me da la certeza (y la paz que conlleva) de que todo está bajo control. Él se ocupa de cada pequeño detalle de mi vida, como un pintor enamorado, y ya no tengo nada que temer. Los jefes se enfadarán, faltará dinero, los amigos se obstinarán, así es como funciona el mundo y no puedo culpar a nadie por ello. Pero ya no dejo que estas cosas me afectan. Yo escribo, respiro. Sale el sol y, desde los tejados, Lidy, sonrío.

* * *

En este barrio, casi nadie me abrió la puerta. Un perro me mordió en el ascensor y un imbécil me cerró la puerta en las narices. Pero al terminar, me daba igual, sonreía. Para mis jefes, el día fue un fracaso. Para mí, un éxito rotundo: todo lo que he escrito desde entonces, lo escribí en este mismo papel. :) —


Mi colección de escaleras —


07/02/24 — Nayla

Cayó sobre la tierra como un cometa se estrella contra el desierto.

Llevo dos días teniendo sueños extraños. Sueños sórdidos, a decir verdad. Al despertar, me resulta imposible librarme de los escalofríos que me sacuden cuando pienso en ellos.

Hubo un bombardeo, subterráneos secretos, gente que conocía que iba a morir; lo sabía y no podía hacer nada. Las visiones eran tan intensas que no pude levantarme enseguida. Me arrastré hasta el sofá y volví a dormirme allí, intentando soñar con otra cosa. El café se estaba preparando. Y me quedé dormida otra vez después del desayuno.

Me gustaría poder decir que, después de empezar el día, las cosas mejoraron, pero no fue así. Deambulé de una calle a otra, desconfiada, contando los minutos hasta las 15h30 (empecé tarde, claro).

Fue entonces cuando apareció. Toqué un timbre (uno de los 416 que tuve que llamar hoy) y la única respuesta fue un alboroto, un golpe, un ruido sordo tras la puerta. Esperé. Nada. Esperé un rato más. «El gas…», intenté, sin mucha convicción.

Y una vocecita a través de la puerta dijo: «¡Espera! ¡¿Espera, eh?! La puerta está cerrada». Dije: «De acuerdo, me espero», con el mismo tono de la niña que daba las órdenes. «La puerta está cerrada», repitió. «Fue a buscar las llaves».

Un momento después, «él» finalmente abrió la puerta. Un hombre alto, de lenguaje monosilábico. Ella debía de tener siete u ocho años. La piel morena de los hijos del desierto, los ojos negros como el ébano. Me miró fijamente sin decir palabra, como si fuera lo más natural del mundo: que yo estuviera allí, frente a ella, y que ella estuviera allí, frente a mí, abriendo la puerta de su casa, desnuda como un pájaro.

Me dejó entrar y el padre nos siguió. Al final encontré el contador y le hice una foto. La abuela estaba en la cocina; con solo mirarla, se veía que no estaba en sus cabales. La casa estaba sucia y desordenada, se me pegaban los zapatos al suelo y era mejor no tocar las paredes.

Ella me dijo algo, en un idioma que parecía música, pero no la entendí, y casi me dio ganas de disculparme. El padre tradujo: «No, no, nada. Solo te está diciendo que tiene caramelos». Le respondí — a ella — que tenía suerte.

Quería hacerle mil preguntas. Como si dentro del cuerpo de esta niña salvaje se encontraran todas las respuestas del mundo, una sabiduría milenaria, esa profunda conexión que, en su esencia, une a todas las culturas.

Si hubiera dicho: «¿Qué es el tiempo?» o «¿Por qué estamos en la Tierra?», ella habría tenido la respuesta, estaba segura.

Pero, en cambio, la puerta se cerró. Ella desapareció, con su fiereza, su aire extraño y su furiosa libertad.

Bajé unos escalones para que no me vieran y empecé a anotar todas mis impresiones, los pequeños detalles que, en cuestión de segundos, me habían llamado la atención.

La llamé Nayla. Porque significa «la de los ojos grandes» en árabe y porque es el nombre que le habría puesto a la reina de un país libre del desierto si hubiera podido crear uno.

Luego, al salir del edificio, me di la vuelta y miré hacia arriba, hacia el piso donde vivía ella. Me invadió una extraña sensación. Miré la hora y luego volví a mirar hacia la ventana. ¿No deberían estar los niños en el colegio un miércoles a las once? —


A veces Dios no cambia tu situación porque ya está ocupado a cambiarte, a ti.


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#9 - La primera sesión

Pero el lunes siguiente, allí estaba, rodeada de esos salvajes que me cogían por los hombros sonriendo o intentaban hacerme bailar como un vaquero. Imité a los animales de la selva, hice playback con himnos (…)

 

Contexto. Mes de marzo, un lunes por la noche. La iglesia, que no parece una iglesia sino más bien un salón de actos clandestino, está vacía, salvo por un pequeño grupo de mujeres de entre cuarenta y sesenta años. Hay una luz encendida cerca del altar y estas personas, colocadas en semicírculo alrededor del director, que lleva una guitarra colgada al cuello.

Sabiendo que no hablo una palabra de su idioma¹, me pregunto si, después de todo, fue buena idea: venir a cantar sin conocer a nadie. Pero es demasiado tarde; me ve y me hace señas para que me una a ellos. Aunque me hace el favor de hablar en castellano, la mayoría de sus palabras se pierden en su bigote, así que no sé en qué consiste el primer ejercicio. Todos se ponen a charlar, y tratan de hacerme hablar también.

Pues me equivoqué. Pensar que estaba lista para volver a la vida fue un error. El primero. Desde fuera, quizá parecía funcionar con normalidad — caminaba, dormía, hablaba — pero por dentro solo había una pantalla en blanco con las palabras «sin señal» escritas en letra minúscula. Incluso mis labios se habían acostumbrado a responder por sí solos.

Pero un mes antes había habido un concierto en una iglesia y había escuchado música como nunca antes. Mucha alegría, contratiempos, chasquidos de dedos. Daba ganas de ponerse de pie. Para hacer qué, aún no estaba segura exactamente, pero, por un momento, me recordó quién era. Así que al salir de la iglesia abordé a una corista y le pregunté cómo podía apuntarme.

«Es un coro de música Gospel. Es fácil: el próximo lunes, en el mismo sitio. Ven a las ocho y lo verás».

Pero el lunes siguiente, allí estaba, rodeada de esos salvajes que me cogían por los hombros sonriendo o intentaban hacerme bailar como un vaquero. Imité a los animales de la selva, hice playback con himnos catalanes y triunfé como egipcia con una canción dedicada a Moisés. Sí, era mi primera sesión y la sobreviví gracias a mi firme intención de no volver jamás. Ese fue mi segundo error.

El verano pasó, con toda la pasión, el drama y la aventura que eso implica. Hubo viajes, proyectos, avances y noches en vela, felices, hasta que una ruptura lo puso todo en duda y me devolvió, sin piedad, al punto de partida. De paso, saludé a la Depresión como a una vieja amiga. «Bienvenida a casa», me dijo. Así que volví a vagar por las calles, sin rumbo; como no tenía trabajo, me tomé mi tiempo. Hojeé libros en los bancos, hablé con ancianos sin nietos, volví a visitar los mercados de flores y me perdí entre puestos de fruta repletos.

Unos meses después, mientras subía por la gran avenida que lleva a mi casa, pensativa, observaba cómo bailaban los árboles. Había mucho viento. El semáforo se puso en rojo, esperé. A mi derecha, pegada a un poste, una hoja de papel. «¿Quieres cantar Gospel?», decía. Me reí, mirando a derecha e izquierda, como si alguien me hubiera gastado una broma y estuviera observándome. Estaba segura de saber de qué coro se trataba.

Arranqué unos de los papelitos y me di la vuelta. Necesitaba sentarme un momento.

Una década entera, entonces. Diez años luchando contra las recaídas, la ansiedad, la depresión; una terapia, una mudanza, un cambio de carrera, para encontrarme aquí, dos mil kilómetros más tarde, libre, al sol, en un banco pegajoso comiendo fresas.

«Oh, happy day...» ² Empecé a tararear.

Creo que me ha pasado algo malo en la vida, pensé. Pero eso ya se acabó.

Era una sensación tan bonita que, con lágrimas en los ojos, casi me eché a reír. Marqué el número. «Lunes, a las ocho, en la iglesia de...», me dijeron, y sonreí. Ya sabía qué esperar. —


¹: El catalán, lengua romance hablada principalmente en Cataluña, las Islas Baleares, la Comunidad Valenciana, los Pirineos Orientales franceses y Andorra, donde es la lengua oficial.

²: Oh happy day, The Edward Hawkins singers, 1968.


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#8 - El después

Las estrellas nacen de su propio colapso. Habrá que recordar esta frase. Nos será útil más adelante. Entonces sucede. Un día, así, sin más. Ya sea por elección propia o porque la vida así lo ha decidido. De repente, todo lo que conocíamos (…)

 

Las estrellas nacen de su propio colapso. Habrá que recordar esta frase. Nos será útil más adelante. Entonces sucede. Un día, así, sin avisar. Ya sea por elección propia o porque la vida así lo ha decidido. De repente, todo lo que conocíamos desaparece/ha desaparecido, la frontera no está muy clara y es como ver la orilla alejarse desde la popa de un barco. Aún no nos hemos dado cuenta de lo que acaba de pasar, pero cuando la Madre Tierra ya no es más que un punto en el horizonte, nos damos cuenta de que es un billete de ida que llevamos en el bolsillo y que es demasiado tarde para saltar al agua.

Las cosas nunca volverán a ser iguales.

Pues se necesita un año para recuperarse después de un golpe duro. Mamá tenía razón. Un año atravesando el valle oscuro. Y una mañana, por fin, sale el sol. Cerramos los ojos, por reflejo, y el duelo vuelve a ser lo que siempre ha sido: un compañero de viaje no invitado.

En el fondo del abismo, las paredes se abren. Al otro lado se oye el ruido de los coches y de los niños jugando. Qué extraño parece todo de repente. ¿Tenemos derecho a hacer esto? ¿A seguir viviendo después de que un mundo se haya derrumbado? Avanzamos descalzos, observando a los peatones y a la vida que continúa... Parece que no lo saben. Habría que decírselo: lo he perdido todo.

Pero el instinto de supervivencia... El instinto de supervivencia es esa fuerza inmutable que impulsa la sangre por las venas y hace que las pestañas se agiten al despertar, y sigue el olor de los cruasanes en la calle. El instinto de supervivencia es el traidor del alma perdida que solo quiere eso: perderse. Porque es imposible luchar contra ello. La vida no pide permiso para entrar.

Como una brizna de hierba que crece entre las losas de la acera. O una sonrisa que confunde, que nos hace sonrojar, o una risa que se nos escapa. Entra a patadas, incluso sin bajar la guardia.

Caminar, pues. Es todo lo que he hecho desde que llegué a Barcelona. Caminar para recapacitar, para reconocerme, reconstruirme. He dejado cosas atrás, el tiempo pasando, he escrito pequeñas frases en trocitos de papel y las he abandonado en la playa. Sin darme cuenta, sucedió. Porque la vida no pide permiso para entrar. He vuelto a disfrutar de los días bonitos.

Deambulando así, durante esos largos meses de invierno y de primavera lluviosa, aprendí a seguir esas pequeñas cosas que de vez en cuando me arrancaban una sonrisa. Como migas de pan en el camino. Las recogí, una a una. No estaba preparada para vivirlas, pero las guardé, por si acaso, para más adelante.

Y desde lo más profundo de mi noche, sucedió. Vi una pequeña luz¹ encenderse. Era un martes del mes de septiembre. Había un papelito pegado a un semáforo. Lo arranqué para llevármelo y, poco sabía entonces, que lo iba a cambiar todo. —


¹ : Little Light, es el nombre del coro de Gospel donde canto desde el 2022. Little Light Gospel Choir, que significa: pequeña luz.


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#4 - El día después

El horror del acto es que lo había preparado todo. La mochila, lo imprescindible, el pasaporte. Unos días después me esperarían en el aeropuerto. En aquel momento decisivo, sólo había visto dos finales posibles a esta historia: escaparme o morir, y elegí ambos. Me fui matándole a ella, la Eva que todos (…)

 

1) LA SEPARACIÓN NECESARIA:

El deseo de desaparecer uno mismo o de ver desaparecer al otro es la señal máxima de un grito de ayuda que es vital escuchar. Detrás de este deseo (de “que pare”) está la llamada de la vida.” ¹

La llamada de la vida.                                — Génesis 19:17

Me pareció ver un rayo. Eran las 6:18h de la mañana, o algo así. De hecho, la última vez que miré el reloj eran las 6:14h, pero tardé bien cuatro minutos en ponerme los zapatos, abrir la puerta y salir pitando. 

El horror del acto es que lo había preparado todo. La mochila, lo imprescindible, el pasaporte. Unos días después me esperarían en el aeropuerto. En aquel momento decisivo, sólo había visto dos finales posibles a esta historia: escaparme o morir, y elegí ambos. Me fui matándole a ella, la Eva que todos conocíamos, y nací yo, sin nombre todavía, sin destino. El mismo pequeño fantasma que intentaba hacer creer al público que aquí estaba

En la calle, todo estaba oscuro aún. Pensaba en Lot. Sobresalté por algunos ruidos, pero me di cuenta de que era simplemente el panadero preparándose para abrir. Seguí mi camino, un poco más rápido. ¿Crees que todavía están durmiendo? ¿Pero con quién estás hablando? pensé. Un momento, el cielo se intensificó — un profundo azul marino. Entonces supe que no tardaría en amanecer. 

Elegí un banco en medio de la explanada, frente a las montañas, para mirar el cielo. Todavía quedaban algunas estrellas. Me pareció un lugar interesante para empezar a vivir. Un indigente, que vi venir desde lejos, se acercaba tambaleándose y tuve miedo de que viniera a hablar conmigo. Se acercó, se acercó, habló, pero consigo mismo, y siguió su camino. Suspiré. Así que volví a mi amanecer y a esta otra frase del Génesis: 

El sol salía sobre la tierra cuando Lot llegó a Zoar.” ²

Podría haber evitado decepcionarlos. Es cierto. Podría haber evitado romperlos el corazón, huyendo de casa así. Pero podría haber dado mi último aliento también, y eso nunca lo sabrán. Para ellos, seré simplemente la niña desaparecida. Si hubiera elegido la muerte, me habrían llorado. Pero como elegí la vida, les sobrarán tiempo para odiarme ahora. Está bien. Hay que tomar el tiempo para hacer estas cosas. Es importante.

Pero luego tendréis que reconstruiros… Yo había decidido ver al sol salir. Una razón para vivir, entonces. Hasta volver a hacerme la pregunta... El azul estaba cambiando — ahora un hermoso cerúleo, volviéndose dorado. Yo esperaba mi turno.

A lo lejos, una mujer caminaba deprisa. Podía ver su silueta paseando de un lado a otro de la avenida. Desapareció de mi campo de visión y reapareció un momento después, frente a mí, agitada. Empezó a hablar y hablar ; yo la miraba, aturdida, como si estuviera hablando otro idioma. Me explicó que estaba buscando a su hijo. Que se había despertado sobre las 5h de la mañana y que él no estaba en su cama. “Tiene 15 años. Pelo castaño, camiseta blanca, más o menos de esta altura... No voy a castigarlo, ¿sabes? Sólo quiero encontrarlo.” Me dió pena, quería ayudarla.

El problema con esta mujer — y lo ignoraba, desde luego — era que me estaba enseñando cómo se sienten las madres cuando no encuentran a sus crías en la cama, donde deberían estar. Y de verdad que no era el momento. Sacudí la cabeza y susurré «lo siento». 

Era una escena extraña, porque no había esa atmósfera de soledad absoluta que acompaña a todos los grandes momentos de un personaje enfrentándose a su destino. Había dado el salto. Lo había dejado todo. Familia, hogar, comodidades, trabajo... No tenía adónde ir, y me dirigía allí con un par de viejos tejanos y un pasaporte pronto caducado. Para mí, era la aventura de mi vida. Para el panadero, la madre, el vagabundo, era una mañana como cualquier otra. 

Sólo había una persona en el mundo que podía entender la naturaleza excepcional de aquel día. Y lo último que hice con ella fue recoger cristales rotos. Esta idea me obsesiona. —  


¹ :  C. Eliacheff, N. Heinich, Mère-fille: une relation à trois, (2010), Ed. Albin Michel. 

² : Génesis, 19:23


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#2 - El vagar de los grandes días

Es culpa mía. Había establecido hace tiempo, que cuando las cosas se pondrían feas, simplemente me aislaría del resto del mundo. ¿Te acuerdas? De pequeña lo llamaba «extinción». (…) Pero tengo miedo. Creo que me he quedado bloqueada, Lidy. No consigo salir de este estado. (…)

 

Octubre de 2018 — En la iglesia.

Querida Lidy,

Me parece que son lugares como este que buscamos cuando sufrimos. Lugares que nos hacen sentir que todavía pertenecemos a algo... Sea lo que sea.

No hay nadie alrededor. Tengo la extraña sensación de haber oído estos susurros antes, de haber visto estos vitrales — en sueños o en mis recuerdos, he entrado por esta puerta, he acariciado su madera, estoy segura. No puedo decir si Dios estaba allí la última vez que pise este suelo, pero sé que una parte de mí murió entre estas paredes.

He pasado la semana vagando por la ciudad. No puedo ir a clase de teatro, estoy afónica y no puedo pretender que estoy aquí, en el escenario, delante de los demás. No tengo fuerzas. (Te lo ruego, no digas nada, ¿vale?)

Es culpa mía. Había establecido hace tiempo, que cuando las cosas se pondrían feas, simplemente me aislaría del resto del mundo. ¿Te acuerdas? De pequeña lo llamaba «extinción». Basta con apagar los sentidos. Es como volverse muñeca de trapo, dejas que el cuerpo tome el control. Las humillaciones, los gestos a rechazar, las cosas a las que hay que enfrentarse, todo se vuelve tan lejano que nada ya te puede afectar.

Pero tengo miedo. Creo que me he quedado bloqueada, Lidy. No consigo salir de este estado. El otro día, quiso él que me arrodillara y desde entonces no he vuelto. Ya no habito este cuerpo. Cogí una mochila, metí cosas dentro, ni siquiera miré... Lo metí todo y, desde entonces, me paso las tardes vagando. De vez en cuando, escribo. Muevo los dedos para saber si se ha acabado. Y pienso en esa frase del Principito que me ahoga cada vez que la leo:

“Estarás triste. (…) Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad. (…) ¿Comprendes? Es demasiado lejos. No puedo llevar este cuerpo allí. Es demasiado pesado.”

Cayó suavemente como cae un árbol. En la arena, ni siquiera hizo ruido — El Principito, capítulo 26

Sin saber bien cómo, me encontré frente al teatro. Llamé a la puerta. Sentía esperanza y náuseas al mismo tiempo. Hoy es martes. Son cuatro. Cuatro días sin comer. El profe abrió, sorprendido. “La clase no empieza hasta las seis”. Le empujé. Le dije que no estaría a las seis. Subí al escenario, di la vuelta y, frente a la luz, lo intenté de nuevo: «Aquí estoy». Lo dije mil veces. Y empecé a llorar. Él vino, me abrazó. Le besé. No se inmutó. Como si supiéramos desde el principio que acabaría así. Me hizo sentarme para respirar un momento, y me preguntó qué pasó, pero no sé hacer esto: hablar. Si hubiera sabido por dónde empezar, habría gritado. En lugar, le besé de nuevo. Nos hemos dejado llevar; me cogió la mano y la deslizó allí. Estaba duro, quise apartarme. A los hombres les encanta eso: hacerte sentir. ¡Como si fuera el mayor de los cumplidos!

De una manera u otra, me fui. El sol abrasaba toda la ciudad. Seguí mi camino tambaleándome, pero no tenía adónde ir. Había agotado todos los significados de la palabra «hogar»: la pluma, el papel, el escenario, los brazos de un ser querido. Ya no significaba nada. Todo se apagó. Y mientras él existe, Lidy, no podré volver. —


A llevar conmigo:

  • Pasaporte

  • Rosario

  • Camiseta ratóncito para dormir.

  • 2 pantalones

  • 6 bragas

  • 6 pares de calcetines

  • Chaqueta azul

  • Cepillo de dientes

  • Cercles, de Yannick Haenel.


N.B. : Este episodio ocurrió el día antes de mi partida. Al día siguiente, me iba a Londres, donde viví tres años.


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