Violencia matutina
No eres más que una cobarde, oigo decir en mi cabeza. Una cosita muerta al nacer, escondida, sola, acurrucada en su interior. Me río hablando de cosas que no me interesan, (…)
La mayoría de las veces, son pensamientos frívolos. El color ideal de sábanas para iluminar la habitación, el pañuelo de seda, la chaqueta vaquera. Estoy esperando a cobrar para poder hacer un pedido por Internet. Y todo ello mientras escucho música, mi única escapatoria, y floto por encima de la multitud que empuja, empuja para entrar en el metro. La gente suspira para ahogar sus gritos.
No me reconozco. Ya no soy la niña soñadora que levantaba la nariz al cielo buscando los globos aerostáticos, ni la mocosa ambiciosa que lo sabía todo, de principio a fin — el comienzo, la dirección, el significado de las cosas — ni la adolescente que anhelaba tanto el mar… Lo he perdido todo. El piso está hecho un desastre y anoche bebí demasiado. ¿Mis únicas amigas? Les tengo miedo porque podrían ver que la chica guay en la que me he convertido tiene un puñal clavado en el corazón. La fachada ya no se aguanta.
Al salir del metro, hacen cola para subir por la escalera mecánica. No lo entiendo. Desde lejos, parecen ganado, pero un ganado con prisa, un ganado ambicioso. En la calle, el amanecer pinta los edificios de rosa. Es primavera. Y un tipo tira patadas a unas cajas de cartón mientras saca la basura. Son las siete de la mañana. ¿Cómo se llega a dar patadas en la calle, cuando el día ni siquiera ha empezado?
Siempre me duele. Le digo a la gente que he encontrado trabajo y todos me felicitan: «¡Es fantástico!». Formo parte del sistema. Puedo ir al bar y pagar mi propia cerveza. Hablo de coaching, de negocios, de ropa, de fitness. Pero una vez en casa, la verdad, a veces tengo ganas de llorar. Cada vez me pregunto por qué no he hablado de las cosas que realmente me interesan. ¿Por qué no he hablado de pintura? ¿De ese mundo que bulle dentro de mí? De árboles que hablan, de música y del mar. De pequeños personajes que imagino y siempre me hacen reír. ¿Por qué nunca me he atrevido a explicar por qué siempre levanto la nariz cuando sopla el viento? ¿Por qué no he mostrado las fotos secretas que hago en la calle y que tanto me emocionan? ¿Por qué nunca me he atrevido a confesar a nadie que me mata que me feliciten por haber encontrado trabajo? Yo tenía un trabajo... Era vivir. Era hacer de cada minuto que se me ofrece una oda a la belleza del mundo. Tenía un trabajo. El de transmitir esto. El de tocar las almas, hacerlas estremecerse por dentro. El de despertarlas a la vida. ¿No paga? Es lo que me dicen. ¿Pero quién dijo que era imposible?
«¿A qué te dedicas?». A despertar las almas.
¿Realmente son mis amigas si nunca me he atrevido a contarles todo esto?
No eres más que una cobarde, oigo decir en mi cabeza. Una cosita muerta al nacer, escondida, sola, acurrucada en su interior. Me río hablando de cosas que no me interesan, aprendo a usar lo que funciona y lo aplico. Y lo peor es que… funciona. Tengo buen aspecto ahora, me hacen cumplidos. «¡Has adelgazado, qué bien! Estás hermosa». Por dentro me estoy muriendo y no se lo he dicho a nadie.
Podría haber evitado todo esto. Bastaba con una respuesta sincera, una sola, para que el hecho de haber encontrado trabajo me hiciera sentir en paz. Bastaba con: «Estoy buscando mi camino», el día que me preguntaron a qué me dedicaba.
¿Esa niña que soñaba con todo, dime? Es ella quien quiere escribir esta noche. ¿Qué ha hecho para que le repitas constantemente al oído: No puedes. Incapaz. El tiempo pasa, ya es demasiado tarde. No hay nada más que vivir. Ahí... Enciende la tele, duérmete. ¿Mostrarte tal y como eres? Pero mira. Ni siquiera tú levantas la mirada, ¿qué hay que ver? Nada. Y eso es lo que vales, así que no te hagas daño. Tómate otro cigarrillo, relájate. Nadie te espera esta noche.
No es en la calle, a las siete de la mañana, donde se encuentra. La violencia está dentro de mí. —
Leer también Sabes bien que seré yo, Diario (vol. IV), Julien Green.
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Un año más tarde
En este instante, preciosa. En paz. Hace una hora, bajaba del metro y, sudando, meditaba sobre la palabra "agobiada". Me cuesta no dejarme llevar últimamente. Esta noche les mentí a todos. (…)
En este instante, preciosa. En paz. Hace una hora, bajaba del metro y, sudando, meditaba sobre la palabra "agobiada". Me cuesta no dejarme llevar últimamente. Esta noche les mentí a todos. Dije que tenía una formación y, por lo tanto, no tendría tiempo para estar allí. Ni para hacer voluntariado, ni para contestar mensajes, ni para ver a nadie. Lo que pasó es que me hice un regalo precioso. Llegué a casa, me duché, lloré, me acurruqué en mi esterilla de yoga y recé. Finalmente, encontré este momento. Momento sagrado donde nadie sabe dónde estoy. Donde simplemente puedo ser y escribir (mis dos verbos favoritos). Y no renuncio a nada, ¿sabes? Ni a la ansia de amar, ni a la fuerza para vencer, ni al secreto deseo de ser escuchada. Pero me dejo guiar. Por unas horas, dejo que la luz decida.
Nadie me había dicho que tendría que vender pan. O cruzar la ciudad a pie. O esperar tanto para ver mis sueños convertirse en arte. Pero también entendí algo: no importa si por ahora no puedo comprarme la cámara. Lo que mi alma anhela es formar parte del todo, ser absorbida. Verlo todo, sentirlo todo: en medio de una multitud como en un bosque. Mi alma llora de dolor cuando estoy encerrada. No es la ciudad lo que me ahoga, es el no tener la oportunidad de ver todos sus aspectos. Es no mirar a la gente, mezclarme con ellos, ver las sonrisas, los momentos. Me hubiera gustado que lo vieras el otro día... Había una pareja en la calle, dos jóvenes de apenas veinte años y ya con dos hijos. El hombre estaba en silla de ruedas y los dos pequeños también se habían sentado allí, uno en sus rodillas y el otro en el reposapiés, entre sus piernas, y todos parecían tan felices. Se reían mientras comían helados. Si hubiera tenido una cámara… Clic. Tendrías que haber visto su alegría, Lidy, mezclada con los rayos del sol. La escena me emocionó.
En fin, carezco de medios, pero mis circunstancias no pueden detenerme. No influyen ni en mi estado de ánimo ni en mi determinación por capturar la belleza del mundo. Hace mucho tiempo hice un pacto conmigo misma y con mi madre. La vie est belle — la vida es bella — y lo demostraré. —
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#15 — La dimisión
Pasaron los tres meses y no escribí ni una línea (al menos, ninguna que mereciera la pena publicar). Volví con las manos vacías, pero no me rindo así. Insistí, lo intenté de nuevo (…)
Por un momento, realmente creí que lo que sentía era alivio. Se acabó con los contadores, los días sola, desesperadamente sola contra el mundo, la gente, el tiempo… «Me voy». Por fin pude decirlo en voz alta. Y, oh, qué alegría...
Pero ahora... ¿Qué?
La primera semana, claro, fue todo salir, ir a la playa, tomar cafés en terrazas, acompañada de Nietzsche, Marco Aurelio, Hannah Arendt. Un barrio diferente cada día. Ahora podía hacerlo: ya no tenía miedo. Conocía Barcelona como la palma de mi mano.
Pero ahora... ¿Qué?
Tenía suficientes ahorros para no tener que trabajar hasta finales de año. Podía cumplir mi sueño: irme a Francia, donde pasaría tres meses en la casa de campo de mis padres. La naturaleza, el silencio, la soledad. El retiro perfecto para un escritor que quiere terminar un libro.
Pero ahora... ¿Qué?
Estaban las vacas, bien. Y el silencio. Tanto silencio, de hecho, que no conseguía concentrarme. Y luego estaba la idea de la novela, que llevaba tres años dormida en mi interior. Pero, con o sin trabajo, me enfrentaba a la página en blanco, y el vértigo me hizo bailar durante un buen rato. ¿Qué más tenía que decir aquí, en Francia, o en Suiza, o en cualquier otro lugar, que no pudiera en mi casa?
Sin embargo, todas las historias de éxito comenzaron así... «Lo dejé todo», «estaba en paro», «sufrí un fracaso tras otro, hasta que...». Jack London o J. K. Rowling comenzaron así...
Pero ahora... ¿Qué?
Empecé a tener mucho miedo. ¿Quizás no tenía nada que decir al mundo? Quería hacer hablar a los árboles, a la música, y dar voz a todo lo que normalmente no se oye, pero creo que allí, al pie de las montañas, me di cuenta de que ni siquiera conocía el sonido de mi propia voz.
Pasaron los tres meses y no escribí ni una línea (al menos, ninguna que mereciera la pena publicar). Volví con las manos vacías, pero no me rindo así. Insistí, lo intenté de nuevo, luché contra el bloqueo creativo, el miedo y todos los demonios que se despiertan cuando finalmente te enfrentas a tu propia profundidad, pero fue inútil. Tres meses después, de nuevo, me encontraba en el punto de partida: sin manuscrito, sin trabajo y habiendo gastado todos mis ahorros.
Parece que los sabios, en fin, sabían de qué hablaban: hay un tiempo para todo, y todo llega en su tiempo.¹ —
¹ : Eclesiastés 3.
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#14 - Empezar de nuevo
Por un momento, realmente creí que lo que sentía era alivio. Parecía un nuevo comienzo, había motivos para estar orgullosa. (…)
Por un momento, realmente creí que lo que sentía era alivio.
Parecía un nuevo comienzo, había motivos para estar orgullosa.
Pero esta cosa que me come por dentro... No hay duda.
Estaba paralizada por el miedo.
Es normal, hay que estar un poco loco para renunciar a todo sin ninguna garantía.
¿Pero nunca te diste cuenta?
Las cosas importantes siempre se hallan al otro lado del miedo. —
Ver la película El show de Truman…
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#13 — El globo azul (la historia)
Es difícil ser muy pequeño porque la gente es cruel. «Ves, hijo, le decía un padre a su niño el otro día, mientras los tres esperábamos el ascensor. Esfuérzate en los estudios, si no, acabarás como ella». Oscar Wilde decía (…)
Es difícil ser muy pequeño porque la gente es cruel.
«Ves, hijo, le decía un padre a su niño el otro día, mientras los tres esperábamos el ascensor. Esfuérzate en los estudios, si no, acabarás como ella».
Oscar Wilde decía: «Me niego a entrar en una batalla intelectual con un hombre desarmado». Así que guardé mi libro en mi bolsillo y me callé.
Es un poco cada día, decía mi profesor de teatro en Francia. Cuando tienes un objetivo en la vida, tienes que dedicarle un poco de tiempo cada día. Y menospreciar a la gente es un deporte como cualquier otro, al fin y al cabo.
Un martes, temprano por la tarde, en julio. Hacía mucho calor (¡37 °C!) y el verano apenas comenzaba. Había pasado el día subiendo y bajando escaleras (entre 50 y 60 pisos al día, sin ascensor) y, por fin, empezaba a ver la luz al final del túnel.
Llamé al timbre.
«¿Quién es?», dijo un hombre por el interfono.
— La lectura del gas.
— Ah.
La decepción en su voz era palpable. Colgó. Oí ruido en la entrada, así que me quedé, por si acaso. Y, efectivamente, bajó a abrirme. Me indicó dónde estaban los contadores — en la entrada — pero había un montón de cosas que bloqueaban el acceso. Maldijo, retiró una bicicleta, juguetes de plástico y, en su impulso, un globo salió volando y cayó rodando por las escaleras.
Lo vi flotar un instante.
Al darme la vuelta, vi que el tipo me miraba fijamente, bicicleta en la mano, impaciente, así que me apresuré a hacer mis lecturas. Le di las gracias cordialmente, recogí el globo escapado y se lo tendí.
«No, pero ¿qué quieres que haga con esto?», dijo molesto. «¡Tíralo fuera!». Así que salí con el globo en la mano y oí cómo se cerraba la puerta de golpe a mis espaldas.
Había tenido un día tan difícil... Exactamente eso, gente agresiva sin motivo, rechazos, comentarios, suspiros... Durante un momento, no pude moverme. Me quedé clavada en el sitio, intentando con todas mis fuerzas no echarme a llorar. Era demasiado estúpido, la verdad. Así que respiré hondo y miré el globo. ¿Qué voy a hacer contigo?
«¡Tíralo!», seguía oyendo gritar al tipo. «¡A la calle, me da igual!».
Pero no pude. ¿Así se hacen las cosas hoy en día? ¿Usar y tirar, next!, sin pensarlo dos veces? Mi globo y yo éramos como dos gatos callejeros, y desde luego no iba a abandonarlo allí. Habría sido como admitir que el tipo tenía razón. La idea me daba escalofríos. Así que abrí mi libro por la página donde lo había dejado y caminé hasta el metro, globo bajo el brazo, donde todos me miraron un poco raro. Pero creo que fue ese día cuando entendí que «raro» era un halago, al final, y que iba a pasar el resto de mi vida nadando contracorriente. —
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#12 - El globo azul
La historia de un día difícil…
En un momento dado, perdí el sentido de la gravedad…
Cuando te alejas de todo, es más fácil volar.
En el camino, encontré un globo azul.
Pequeñito, un poco desinflado, pero ridículamente bonito en comparación con todo lo que lo rodeaba... Decidí aferrarme a él.
Me habría avergonzado abandonarlo yo también. Así que me lo llevé.
Porque ese día vi un mundo vasto y cruel a mi alrededor. Un mundo que trata a las personas como si fueran objetos.
Me asusté, eso es todo. —
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#10 - La chica del gas
Barcelona no es como me la había imaginado. Abarrotada, ruidosa y sin tregua. Pase lo que pase, nunca para. Al salir por la mañana en hora punta, sientes como si te hubiera tragado la bestia. (…)
Recientes revelaciones:
Lo divino nunca actúa solo.
La entropía del universo solo puede aumentar — segunda ley de la termodinámica. (¿Qué es la entropía? Una medida del desorden del universo). ¿Aplicado? Tras pasar un día entero limpiando, basta con dejar un lápiz en la mesa para tener que hacerlo todo de nuevo. En otras palabras: el desorden atrae al desorden (lo mismo ocurre con el mal).
Encuentra un trabajo que no te cueste demasiado.
Repara las cosas en el momento en que se rompen.
Haz de tu hogar un lugar donde disfrutes vivir.
Compra una planta.
Elige un libro.
“El gas… ! Lectura del gas!”
Siempre empiezo el día en los terrados. Me ayuda a mantenerme alejada del suelo y, como siempre me cuesta arrancar — si soy honesta, debería decir: como aún me cuesta creer que esto es lo que hago ahora, la lectura del gas — me tomo mi tiempo para contemplar la vista antes de sumergirme entre la multitud.
Barcelona no es como me la había imaginado. Abarrotada, ruidosa y sin tregua. Pase lo que pase, nunca para. Al salir por la mañana en hora punta, sientes como si te hubiera tragado la bestia.
Jonas en medio de la tormenta.
Pensé que aquí encontraría lo que no había tenido el valor de buscar en mí misma. En otras palabras, me llevé una gran decepción cuando, al llegar a la Tierra Prometida, comprendí que ser yo misma no sería suficiente para conseguir papeles, un trabajo y un número de la seguridad social.
«Pero... ¡Soy buena persona!», me veo todavía balbuceando delante de la comisaría de policía. Sin duda... Ponte a la cola.
Después de un año en paro, ya tenía suerte de poder ponerme un uniforme y gritar «¡El gas!»¹ todo el santo día.
Por así decirlo, vemos de todo, cada día. De todas las clases sociales a todos los tipos de reacciones posibles. Una vez pulsado el timbre, lo que ocurre sigue un orden dicotómico:
Hay los que abren la puerta enseguida, entonces, y me dejan tomar la foto del contador en la cocina. Luego saludan "adiós y que tenga un buen día" y cierran la puerta. Estos son muy, muy raros. Sé apreciarlos.
Hay los que abren, también de inmediato, pero solo para decir NO. «No pasarás». (Piensa en la voz grave del mago en El Señor de los Anillos). Francos y directos. Los aprecio igual de bien.
Luego están aquellos cuyos pasos oigo detrás de la puerta. Se acercan, miran por la mirilla y luego se quedan quietos, conteniendo la respiración hasta que me ven dar media vuelta y marcharme.
Finalmente, están los que solo abren para dar rienda suelta a su frustración por haber nacido en un mundo tan ingrato y carente de sentido. En estos casos, simplemente escribo una breve nota al pie de la pantalla para el colega que tendrá que volver en dos meses: No picar.
Después de dos semanas, es verdad, contemplé la posibilidad de tirarlo todo por la ventana.
Sin embargo, todo cambió después del encuentro.
Las nueve de la mañana. Avenida G., en un barrio que no conozco. El día está gris y tengo frío. No he conseguido despertarme, así que corro y empiezo la lista del día sin haber tenido tiempo siquiera de tomarme un café. El edificio es nuevo y eso es mala señal: normalmente, nadie deja entrar. Pero ella es la primera en responder y me deja pasar sin problema. El contador está en el balcón. La sigo. Es mayor y le cuesta caminar. Al pasar por el pasillo, veo un retrato en la pared, magnífico. Una joven dibujada al carboncillo que me mira, tranquila. Segura de sí misma, sonríe. Auramar ², susurro. Abajo a la derecha, está escrito.
Tomo la foto de mi contador y le doy las gracias. Al levantar la vista, lo entiendo: es ella. Cuarenta años después, pero la mirada no engaña. «Es usted... La mujer del retrato, ¿verdad?». Asiente. Al volver al pasillo, la observamos las dos, un poco soñadoras. «Es un autorretrato», acaba confesando. Me quedo boquiabierta. «¿Lo ha hecho usted?». Así que, al contarme su historia, nos hemos perdido un momento. Olvidé, por un tiempo, mis contadores, y ella olvidó tomar su medicación.
Como le dije que a mí también me gustaba dibujar, «pero escribir, sobre todo... sí. Escribir...», accedió a enseñarme otros dibujos. Y textos. Y poemas. La mesa estaba llena de ellos. Nunca había conocido a nadie que hablara tan bien del mar y de la soledad.
Una vez enfriado el café, tuvimos que despedirnos. «Tengo faena», dije, inspirada, y no me refería a la lectura del gas, claro. Ella captó la indirecta y, en la puerta, me aconsejó que me pusiera manos a la obra sin esperar. Asentí y le di las gracias. Poco a poco, dije.
Me agarró del brazo. Poco a poco, no. Trabajo duro. Como un profeta, me advirtió: será un camino difícil. Muy poca gente consigue vivir de ello porque muy poca gente sabe lo que significa hacer verdaderos sacrificios.
Nos despedimos con un abrazo, como dos amigas de toda la vida, y emocionada, me dijo: «La mayoría de las veces conocemos a gente... Pero hoy he conocido a una persona. Una persona hermosa».
Después de eso, cada vez que me preguntaba qué hacía en esta ciudad aparentemente hostil, vagando por las calles y recibiendo este trato, me aferraba a sus palabras. «Hago lo mejor que puedo», repetía en mi cabeza. “Eso es todo.” Entonces entendí que era hora de hacer algo útil conmigo misma, así que empecé a tomar notas. Cuando el señor del octavo piso, a sus ochenta años, se echó a llorar en mis brazos porque dije «Mmm, qué bien huele aquí» por encima de la sartén, y respondió: «Era su plato favorito…» ; o cuando elogié los cuadros de un joven que vivía en un ático en Sants y, de pasada, le dije: «Anda, no te rindas, es precioso lo que pintas». Se emocionó y me regaló magdalenas. Cada día, al volver a casa, escribía estas anécdotas, que simplemente llamé «Las historias del gas». Solo para mí, decoradas con lo que recogía en la calle. A veces me sentía un poco Amélie Poulain…
Es cierto, por ahora todo parece haber desaparecido. Mis sueños de infancia, mis ambiciones de estudiante, mis ansias de gloria y fama. Inútil belleza... Pero aquel día, el día del encuentro, algo me atravesó. “Todo parece haber desaparecido”, pensaba... Pero no llores, mira, me dijo la vocecita interior. Bajo mis pies, un brote verde surge de entre las cenizas. Estás exactamente donde debes estar ahora. Ten confianza: las estrellas nacen de su propio colapso. ³
¹ : Leer el gas es toda una técnica. Nos pagan por recorrer la ciudad a pie y, yendo de puerta en puerta, leer los contadores de gas. Cuatrocientas puertas al día, seis horas de caminata. Pero como todo el mundo desconfía (los ladrones son famosos en Barcelona), nadie quiere abrir. Así que llamamos a todos los timbres del rellano y gritamos: "¡El gas! ¡Lectura del gas!". Esto aumenta nuestras posibilidades (nos pagan por contador).
² : Pssst... Auramar, esa mujer que conocí, es realmente escritora. Ha publicado un libro ilustrado con sus propios dibujos. Un bonito homenaje al camino recorrido en esta tierra. — Disponible aquí.
³ : Ver Artículo #8, El después.
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#9 - La primera sesión
Pero el lunes siguiente, allí estaba, rodeada de esos salvajes que me cogían por los hombros sonriendo o intentaban hacerme bailar como un vaquero. Imité a los animales de la selva, hice playback con himnos (…)
Contexto. Mes de marzo, un lunes por la noche. La iglesia, que no parece una iglesia sino más bien un salón de actos clandestino, está vacía, salvo por un pequeño grupo de mujeres de entre cuarenta y sesenta años. Hay una luz encendida cerca del altar y estas personas, colocadas en semicírculo alrededor del director, que lleva una guitarra colgada al cuello.
Sabiendo que no hablo una palabra de su idioma¹, me pregunto si, después de todo, fue buena idea: venir a cantar sin conocer a nadie. Pero es demasiado tarde; me ve y me hace señas para que me una a ellos. Aunque me hace el favor de hablar en castellano, la mayoría de sus palabras se pierden en su bigote, así que no sé en qué consiste el primer ejercicio. Todos se ponen a charlar, y tratan de hacerme hablar también.
Pues me equivoqué. Pensar que estaba lista para volver a la vida fue un error. El primero. Desde fuera, quizá parecía funcionar con normalidad — caminaba, dormía, hablaba — pero por dentro solo había una pantalla en blanco con las palabras «sin señal» escritas en letra minúscula. Incluso mis labios se habían acostumbrado a responder por sí solos.
Pero un mes antes había habido un concierto en una iglesia y había escuchado música como nunca antes. Mucha alegría, contratiempos, chasquidos de dedos. Daba ganas de ponerse de pie. Para hacer qué, aún no estaba segura exactamente, pero, por un momento, me recordó quién era. Así que al salir de la iglesia abordé a una corista y le pregunté cómo podía apuntarme.
«Es un coro de música Gospel. Es fácil: el próximo lunes, en el mismo sitio. Ven a las ocho y lo verás».
Pero el lunes siguiente, allí estaba, rodeada de esos salvajes que me cogían por los hombros sonriendo o intentaban hacerme bailar como un vaquero. Imité a los animales de la selva, hice playback con himnos catalanes y triunfé como egipcia con una canción dedicada a Moisés. Sí, era mi primera sesión y la sobreviví gracias a mi firme intención de no volver jamás. Ese fue mi segundo error.
El verano pasó, con toda la pasión, el drama y la aventura que eso implica. Hubo viajes, proyectos, avances y noches en vela, felices, hasta que una ruptura lo puso todo en duda y me devolvió, sin piedad, al punto de partida. De paso, saludé a la Depresión como a una vieja amiga. «Bienvenida a casa», me dijo. Así que volví a vagar por las calles, sin rumbo; como no tenía trabajo, me tomé mi tiempo. Hojeé libros en los bancos, hablé con ancianos sin nietos, volví a visitar los mercados de flores y me perdí entre puestos de fruta repletos.
Unos meses después, mientras subía por la gran avenida que lleva a mi casa, pensativa, observaba cómo bailaban los árboles. Había mucho viento. El semáforo se puso en rojo, esperé. A mi derecha, pegada a un poste, una hoja de papel. «¿Quieres cantar Gospel?», decía. Me reí, mirando a derecha e izquierda, como si alguien me hubiera gastado una broma y estuviera observándome. Estaba segura de saber de qué coro se trataba.
Arranqué unos de los papelitos y me di la vuelta. Necesitaba sentarme un momento.
Una década entera, entonces. Diez años luchando contra las recaídas, la ansiedad, la depresión; una terapia, una mudanza, un cambio de carrera, para encontrarme aquí, dos mil kilómetros más tarde, libre, al sol, en un banco pegajoso comiendo fresas.
«Oh, happy day...» ² Empecé a tararear.
Creo que me ha pasado algo malo en la vida, pensé. Pero eso ya se acabó.
Era una sensación tan bonita que, con lágrimas en los ojos, casi me eché a reír. Marqué el número. «Lunes, a las ocho, en la iglesia de...», me dijeron, y sonreí. Ya sabía qué esperar. —
¹: El catalán, lengua romance hablada principalmente en Cataluña, las Islas Baleares, la Comunidad Valenciana, los Pirineos Orientales franceses y Andorra, donde es la lengua oficial.
²: Oh happy day, The Edward Hawkins singers, 1968.
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#8 - El después
Las estrellas nacen de su propio colapso. Habrá que recordar esta frase. Nos será útil más adelante. Entonces sucede. Un día, así, sin más. Ya sea por elección propia o porque la vida así lo ha decidido. De repente, todo lo que conocíamos (…)
Las estrellas nacen de su propio colapso. Habrá que recordar esta frase. Nos será útil más adelante. Entonces sucede. Un día, así, sin avisar. Ya sea por elección propia o porque la vida así lo ha decidido. De repente, todo lo que conocíamos desaparece/ha desaparecido, la frontera no está muy clara y es como ver la orilla alejarse desde la popa de un barco. Aún no nos hemos dado cuenta de lo que acaba de pasar, pero cuando la Madre Tierra ya no es más que un punto en el horizonte, nos damos cuenta de que es un billete de ida que llevamos en el bolsillo y que es demasiado tarde para saltar al agua.
Las cosas nunca volverán a ser iguales.
Pues se necesita un año para recuperarse después de un golpe duro. Mamá tenía razón. Un año atravesando el valle oscuro. Y una mañana, por fin, sale el sol. Cerramos los ojos, por reflejo, y el duelo vuelve a ser lo que siempre ha sido: un compañero de viaje no invitado.
En el fondo del abismo, las paredes se abren. Al otro lado se oye el ruido de los coches y de los niños jugando. Qué extraño parece todo de repente. ¿Tenemos derecho a hacer esto? ¿A seguir viviendo después de que un mundo se haya derrumbado? Avanzamos descalzos, observando a los peatones y a la vida que continúa... Parece que no lo saben. Habría que decírselo: lo he perdido todo.
Pero el instinto de supervivencia... El instinto de supervivencia es esa fuerza inmutable que impulsa la sangre por las venas y hace que las pestañas se agiten al despertar, y sigue el olor de los cruasanes en la calle. El instinto de supervivencia es el traidor del alma perdida que solo quiere eso: perderse. Porque es imposible luchar contra ello. La vida no pide permiso para entrar.
Como una brizna de hierba que crece entre las losas de la acera. O una sonrisa que confunde, que nos hace sonrojar, o una risa que se nos escapa. Entra a patadas, incluso sin bajar la guardia.
Caminar, pues. Es todo lo que he hecho desde que llegué a Barcelona. Caminar para recapacitar, para reconocerme, reconstruirme. He dejado cosas atrás, el tiempo pasando, he escrito pequeñas frases en trocitos de papel y las he abandonado en la playa. Sin darme cuenta, sucedió. Porque la vida no pide permiso para entrar. He vuelto a disfrutar de los días bonitos.
Deambulando así, durante esos largos meses de invierno y de primavera lluviosa, aprendí a seguir esas pequeñas cosas que de vez en cuando me arrancaban una sonrisa. Como migas de pan en el camino. Las recogí, una a una. No estaba preparada para vivirlas, pero las guardé, por si acaso, para más adelante.
Y desde lo más profundo de mi noche, sucedió. Vi una pequeña luz¹ encenderse. Era un martes del mes de septiembre. Había un papelito pegado a un semáforo. Lo arranqué para llevármelo y, poco sabía entonces, que lo iba a cambiar todo. —
¹ : Little Light, es el nombre del coro de Gospel donde canto desde el 2022. Little Light Gospel Choir, que significa: pequeña luz.
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#7 - Hay que seguir
Hay veces que me canso de contar historias bonitas. De hacer dibujitos delicados y “llenos de sensibilidad”. De escribir las cosas desde la perspectiva de la resiliencia. Tienes suerte. Has tenido tanta suerte en la vida. No lo negaré, pero si pudiera, vomitaría esa frase. A veces, me da ganas de gritar cuando (…)
Hay veces que me canso de contar historias bonitas. De hacer dibujitos delicados y “llenos de sensibilidad”. De escribir las cosas desde la perspectiva de la resiliencia. Tienes suerte. Has tenido mucha suerte en la vida. No lo negaré, pero si pudiera, vomitaría esta frase.
A veces, me da ganas de gritar cuando escucho que soy valiente. No quiero ser valiente. Quiero llevar una vida normal.
Pasar una noche sin pesadillas. Ir al supermercado sin sufrir un ataque de ansiedad. Tener veintinueve años y no todavía depender de mis padres para comer.
A veces, me gustaría parar de reír. Volver a ese momento en el que estaba ciega y sacudirme, abofetearme. «Por Dios, deja de sonreír». Porque las risas lo hacían todo. Lo ocultaban, lo justificaban todo. Tú me tocabas en la sombra y yo me reía, muerta por dentro.
Y por la noche, cuando cierro los ojos, no veo nada más que eso. Tú y yo en la barandilla. Tú y yo en el parque. Tú y yo en secreto. En un secreto inocente. Quisiera vomitar todo de ti, de mí y de toda esa gente que nunca dejó de decirme lo afortunada que era en la vida.
“¿Todo lo que tuve que afrontar se llama suerte para ti?
Es la última vez que miro atrás.” ¹
A veces, solo quisiera que los objetos volvieran a ser objetos, y no símbolos. Que una ciudad volviera a ser un simple punto en un mapa y no la fuente de todas mis desgracias.
Pero tuve valor. Y me atreví a hablar. Así que ya no hay vuelta atrás. Ni mañanas anodinas, ni risas sin dolor. Hay que volver a aprender a viajar sola en autobús y a no sobresaltarse cuando un desconocido nos habla. Hay que recordar cómo se calma a un niño asustado y hacerlo por uno mismo. Hay que enfadarse por una vez y dejar de perdonarlo todo por el bien... ¿de quién, ya? Aceptar que los que se han ido han tomado una decisión.
Así que podemos llorar por el camino, sentirnos aterrorizados, destrozados o agotados, incluso fingir que estamos bien durante un tiempo. Pero pase lo que pase, hay que seguir. Encontrar la fuerza y adelante: seguir.
¹ : Del poema He oído decir.
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#5 - 29 Langthorne street
Sentada en el aeropuerto, decidí que no habría más Evas. Todas las versiones de mí que habían existido habían sido robadas, destruidas o corrompidas. Así que buscaba una nueva identidad. Tenía tiempo por delante y, como ya no existía, me parecía el momento ideal. (…)
He anhelado tanto irme
Lejos del siseo de la mentira desgastada
Y del incesante grito de los viejos terrores (…)
He anhelado irme, pero temo.
Alguna vida, aun intacta podría estallar
De la vieja mentira que arde en el suelo
Y crepitando en el aire dejarme a medias ciego. (…) ¹
Si es cierto que los ojos son el espejo del alma, entonces sé por qué siempre he tenido miedo de mirar a la gente a los ojos. La idea de que alguien pueda descubrir de qué está hecho mi ser interior me aterra. Hay oscuridad en mi vida.
Sentada en el aeropuerto, decidí que no habría más Evas. Todas las versiones de mí que habían existido habían sido robadas, destruidas o corrompidas. Así que buscaba una nueva identidad. Tenía tiempo por delante y, como ya no existía, me parecía el momento ideal.
Quería un nombre de hombre, eso me daría un estilo. Tendría que encontrar una historia que contar con ello, pero a eso ya estaba acostumbrada. Así que sería Dylan. ¿Por qué no? Sonaba bien para un fénix. Pero Dylan... ¿qué? Probaba con nombres british. ¿Dylan Thornton? ¿Dylan Smith?
¿Dylan... Thomas? Sí, sonaba elegante, me gustaba. Me imaginaba la portada de un libro con mi nombre encima, y solo yo lo sabría: Dylan Thomas, era yo. Cogí mi teléfono. Estábamos a punto de embarcar, pero rápidamente quise comprobarlo: ¿Ya existían muchos «Dylan Thomas» ? Busqué en Google. De repente, me puse pálida.
No solo el nombre «Dylan Thomas» ya estaba escogido, sino que además era escritor también. Un poeta. Galés. Y no cualquiera... Una figura del siglo XX. ¿Cómo era posible que NO lo supiera? Me sentí decepcionada.
Más tarde, en Londres, cuando conseguí hacerme amiga de una mujer sabía a la que le confesé mi verdadero nombre, me dijo: «Sabes, no es tan descabellado. Hay tribus que invitan a sus adolescentes, durante los ritos de paso a la edad adulta, a elegir un nuevo nombre para marcar una nueva etapa en sus vidas. Las monjas lo hacen; los artistas también. ¿Por qué no tú también?»
Tenía razón. Conservaré el nombre, entonces, aunque lo había copiado accidentalmente, porque me sentía conectada con él, con el "hijo de la ola" que pasaba las tardes en el pub leyendo y garabateando versos sin pensar demasiado.
Los tres años siguientes fueron años de formación. Había perdido todas mis raíces, era como una pluma flotando en un cielo en guerra, pero aprendí a dar un paso tras otro, a sobrevivir, y eso me forjó el carácter.
Dylan, poca gente sabe que existió. Solo una vez, quería hablar del tema. Del derecho a reinventarse. Dicen que marcharse no soluciona nada... Uno se lleva los problemas en la maleta. Sin embargo, sin eso, las cosas nunca habrían cambiado. Se subestima mucho el coraje necesario para escapar. Escapar de la muerte en vida… Durante tres años, pude vivir, crecer, afirmarme. Luego, cuando llega el momento, sí... hay que volver. Y confrontar.
La oscuridad es un camino, decía él. Y la luz un lugar.
(…)
Pero la oscuridad es un largo camino. ²
Porque el real peligro, cuando huyes, es quedarte dormido. —
¹ : He anhelado tanto irme (Poema original: I have longed to move away), (el verdadero) Dylan Thomas.
² : Poema en su cumpleaños, (Poem on His Birthday), Dylan Thomas.
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#4 - El día después
El horror del acto es que lo había preparado todo. La mochila, lo imprescindible, el pasaporte. Unos días después me esperarían en el aeropuerto. En aquel momento decisivo, sólo había visto dos finales posibles a esta historia: escaparme o morir, y elegí ambos. Me fui matándole a ella, la Eva que todos (…)
1) LA SEPARACIÓN NECESARIA:
El deseo de desaparecer uno mismo o de ver desaparecer al otro es la señal máxima de un grito de ayuda que es vital escuchar. Detrás de este deseo (de “que pare”) está la llamada de la vida.” ¹
La llamada de la vida. — Génesis 19:17
Me pareció ver un rayo. Eran las 6:18h de la mañana, o algo así. De hecho, la última vez que miré el reloj eran las 6:14h, pero tardé bien cuatro minutos en ponerme los zapatos, abrir la puerta y salir pitando.
El horror del acto es que lo había preparado todo. La mochila, lo imprescindible, el pasaporte. Unos días después me esperarían en el aeropuerto. En aquel momento decisivo, sólo había visto dos finales posibles a esta historia: escaparme o morir, y elegí ambos. Me fui matándole a ella, la Eva que todos conocíamos, y nací yo, sin nombre todavía, sin destino. El mismo pequeño fantasma que intentaba hacer creer al público que aquí estaba.
En la calle, todo estaba oscuro aún. Pensaba en Lot. Sobresalté por algunos ruidos, pero me di cuenta de que era simplemente el panadero preparándose para abrir. Seguí mi camino, un poco más rápido. ¿Crees que todavía están durmiendo? ¿Pero con quién estás hablando? pensé. Un momento, el cielo se intensificó — un profundo azul marino. Entonces supe que no tardaría en amanecer.
Elegí un banco en medio de la explanada, frente a las montañas, para mirar el cielo. Todavía quedaban algunas estrellas. Me pareció un lugar interesante para empezar a vivir. Un indigente, que vi venir desde lejos, se acercaba tambaleándose y tuve miedo de que viniera a hablar conmigo. Se acercó, se acercó, habló, pero consigo mismo, y siguió su camino. Suspiré. Así que volví a mi amanecer y a esta otra frase del Génesis:
“El sol salía sobre la tierra cuando Lot llegó a Zoar.” ²
Podría haber evitado decepcionarlos. Es cierto. Podría haber evitado romperlos el corazón, huyendo de casa así. Pero podría haber dado mi último aliento también, y eso nunca lo sabrán. Para ellos, seré simplemente la niña desaparecida. Si hubiera elegido la muerte, me habrían llorado. Pero como elegí la vida, les sobrarán tiempo para odiarme ahora. Está bien. Hay que tomar el tiempo para hacer estas cosas. Es importante.
Pero luego tendréis que reconstruiros… Yo había decidido ver al sol salir. Una razón para vivir, entonces. Hasta volver a hacerme la pregunta... El azul estaba cambiando — ahora un hermoso cerúleo, volviéndose dorado. Yo esperaba mi turno.
A lo lejos, una mujer caminaba deprisa. Podía ver su silueta paseando de un lado a otro de la avenida. Desapareció de mi campo de visión y reapareció un momento después, frente a mí, agitada. Empezó a hablar y hablar ; yo la miraba, aturdida, como si estuviera hablando otro idioma. Me explicó que estaba buscando a su hijo. Que se había despertado sobre las 5h de la mañana y que él no estaba en su cama. “Tiene 15 años. Pelo castaño, camiseta blanca, más o menos de esta altura... No voy a castigarlo, ¿sabes? Sólo quiero encontrarlo.” Me dió pena, quería ayudarla.
El problema con esta mujer — y lo ignoraba, desde luego — era que me estaba enseñando cómo se sienten las madres cuando no encuentran a sus crías en la cama, donde deberían estar. Y de verdad que no era el momento. Sacudí la cabeza y susurré «lo siento».
Era una escena extraña, porque no había esa atmósfera de soledad absoluta que acompaña a todos los grandes momentos de un personaje enfrentándose a su destino. Había dado el salto. Lo había dejado todo. Familia, hogar, comodidades, trabajo... No tenía adónde ir, y me dirigía allí con un par de viejos tejanos y un pasaporte pronto caducado. Para mí, era la aventura de mi vida. Para el panadero, la madre, el vagabundo, era una mañana como cualquier otra.
Sólo había una persona en el mundo que podía entender la naturaleza excepcional de aquel día. Y lo último que hice con ella fue recoger cristales rotos. Esta idea me obsesiona. —
¹ : C. Eliacheff, N. Heinich, Mère-fille: une relation à trois, (2010), Ed. Albin Michel.
² : Génesis, 19:23
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#3 - De qué hablan las mujeres entre ellas
Lo recuerdo. Fue el libro que lo empezó todo. La paranoia, la huida, el vagar de un extremo a otro de la ciudad... Era el libro. (…) Por curiosidad, lo abrí. Pensé que no habría ningún daño en hojearlo. Pues me equivoqué.
Sin ofender a estos caballeros, de sus madres —
"Del control al abuso narcisista:
(...) El abuso narcisista es la proyección del progenitor sobre el hijo (en este caso: de la madre sobre su hija) cuyos dones son explotados no para desarrollar sus propios recursos sino para satisfacer la necesidad de gratificación del progenitor. (...) Se trata de un abuso de identidad, al ser la niña colocada en un lugar que no es el suyo y, correlativamente, desposeída de su propia identidad por la misma persona encargada de ayudarla a construirse. (...)
La sobreinversión por parte de la madre va acompañada de una falta de amor real, que la niña transforma en falta de autoestima, una demanda insaciable de reconocimiento y una necesidad insatisfecha de amor. La niña “superdotada” no cesa de multiplicar hazañas para merecer a través de sus dones un amor siempre insatisfactorio porque nunca dirigido hacia sí mismo, para sí mismo. (…)”
[Diario, 2018:] “No puedo seguir. Es aterrador. Es como si este libro fuera un oráculo de mi vida. Está todo escrito ahí: el dolor constante, la bulimia, el deseo de hacerme daño, de morirme de hambre, hasta desaparecer. Todas las cosas que ni siquiera me atrevo a admitirme a mí misma. (...) Tengo miedo. La consulta del Dr. M. está cerrada y no tengo adónde ir. Lo único que sé: no puedo volver a casa”.
Lo recuerdo. Fue el libro que lo empezó todo. La paranoia, la huida, el vagar de un extremo a otro de la ciudad... Era el libro. En mis delirios fantasmales, acabé en la biblioteca y me encontré con este libro: Madres e hijas: Una relación de tres. Por curiosidad, lo abrí. Pensé que no habría ningún daño en hojearlo. Pues me equivoqué.
“La niña se debate entre la pequeñez y la grandeza, el odio a sí misma y el amor, la interioridad del ser y la exteriorización a través del hacer, la oscuridad de un sufrimiento secreto y la luz de una gloria ofrecida en vano. Tal es, en efecto, su destino cuando su madre, olvidando su propia identidad de mujer, le encarga de realizar sus aspiraciones en su lugar.” ²
Hojeándolo, fue como si el mundo se hubiera deslizado bajo mis pies. Tuve la sensación de que alguien me estaba observando. “Esta necesidad de amor nunca podrá ser satisfecha porque las expresiones de interés nunca están realmente dirigidas hacia la niña”. Era broma, ¿verdad? ¿Alguien había dejado allí el maldito libro, sólo para burlarse de mí?
“[Maria, de la película Bellissima] sin duda habría llegado a ser una joven brillante [si hubiera tenido cualquier don especial] pero, sin embargo, siempre hambrienta de gratificación narcisista, alternando periodos de excitación y depresión, hiperactividad y pasividad, siempre deseosa de agradar pero generalmente poco amada, probablemente bulímica a la vez que preocupada por su figura, emocionalmente inmadura a la vez que sexualmente muy hábil.» ³
“A partir de ahí, algo se quebró en mi cabeza. Vi la luz. Estaba en el ojo de la tormenta, pero de repente muy serena porque todo me apareció como una poderosa revelación, con un único desenlace posible: la huida o la muerte”.
Piensa en Rapunzel, que nunca ha tocado la realidad, ni de lejos. Sin saber de qué está hecho, imaginó un mundo. Y en este mundo, todos los personajes de la historia quieren hacerle daño. Y, en el fondo, no se equivoca, porque sin voz propia cada uno es libre de poner en su boca palabras que nunca quiso. Pero la pregunta liberadora no es: ¿quién está realmente de mi lado? ¿Y quién ha estado fingiendo todo este tiempo?
La pregunta, desde siempre, fue: ¿Quién tiene más que ganar si Rapunzel se queda en su torre?
MARIA (a su madre): ¿Sabes lo que realmente me ayudaría? Si me quisieras menos. —
¹, ² , ³ : “Cuando las mujeres se reúnen (...) ¿de qué hablan? Sin ofender a estos caballeros, de sus madres. Así lo afirman Caroline Eliacheff y Nathalie Heinich en su libro sobre las relaciones madre-hija.” — C. Eliacheff, N. Heinich (2010). Mère-fille: une relation à trois. Albin Michel.
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#2 - El vagar de los grandes días
Es culpa mía. Había establecido hace tiempo, que cuando las cosas se pondrían feas, simplemente me aislaría del resto del mundo. ¿Te acuerdas? De pequeña lo llamaba «extinción». (…) Pero tengo miedo. Creo que me he quedado bloqueada, Lidy. No consigo salir de este estado. (…)
Octubre de 2018 — En la iglesia.
Querida Lidy,
Me parece que son lugares como este que buscamos cuando sufrimos. Lugares que nos hacen sentir que todavía pertenecemos a algo... Sea lo que sea.
No hay nadie alrededor. Tengo la extraña sensación de haber oído estos susurros antes, de haber visto estos vitrales — en sueños o en mis recuerdos, he entrado por esta puerta, he acariciado su madera, estoy segura. No puedo decir si Dios estaba allí la última vez que pise este suelo, pero sé que una parte de mí murió entre estas paredes.
He pasado la semana vagando por la ciudad. No puedo ir a clase de teatro, estoy afónica y no puedo pretender que estoy aquí, en el escenario, delante de los demás. No tengo fuerzas. (Te lo ruego, no digas nada, ¿vale?)
Es culpa mía. Había establecido hace tiempo, que cuando las cosas se pondrían feas, simplemente me aislaría del resto del mundo. ¿Te acuerdas? De pequeña lo llamaba «extinción». Basta con apagar los sentidos. Es como volverse muñeca de trapo, dejas que el cuerpo tome el control. Las humillaciones, los gestos a rechazar, las cosas a las que hay que enfrentarse, todo se vuelve tan lejano que nada ya te puede afectar.
Pero tengo miedo. Creo que me he quedado bloqueada, Lidy. No consigo salir de este estado. El otro día, quiso él que me arrodillara y desde entonces no he vuelto. Ya no habito este cuerpo. Cogí una mochila, metí cosas dentro, ni siquiera miré... Lo metí todo y, desde entonces, me paso las tardes vagando. De vez en cuando, escribo. Muevo los dedos para saber si se ha acabado. Y pienso en esa frase del Principito que me ahoga cada vez que la leo:
“Estarás triste. (…) Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad. (…) ¿Comprendes? Es demasiado lejos. No puedo llevar este cuerpo allí. Es demasiado pesado.”
Sin saber bien cómo, me encontré frente al teatro. Llamé a la puerta. Sentía esperanza y náuseas al mismo tiempo. Hoy es martes. Son cuatro. Cuatro días sin comer. El profe abrió, sorprendido. “La clase no empieza hasta las seis”. Le empujé. Le dije que no estaría a las seis. Subí al escenario, di la vuelta y, frente a la luz, lo intenté de nuevo: «Aquí estoy». Lo dije mil veces. Y empecé a llorar. Él vino, me abrazó. Le besé. No se inmutó. Como si supiéramos desde el principio que acabaría así. Me hizo sentarme para respirar un momento, y me preguntó qué pasó, pero no sé hacer esto: hablar. Si hubiera sabido por dónde empezar, habría gritado. En lugar, le besé de nuevo. Nos hemos dejado llevar; me cogió la mano y la deslizó allí. Estaba duro, quise apartarme. A los hombres les encanta eso: hacerte sentir. ¡Como si fuera el mayor de los cumplidos!
De una manera u otra, me fui. El sol abrasaba toda la ciudad. Seguí mi camino tambaleándome, pero no tenía adónde ir. Había agotado todos los significados de la palabra «hogar»: la pluma, el papel, el escenario, los brazos de un ser querido. Ya no significaba nada. Todo se apagó. Y mientras él existe, Lidy, no podré volver. —
A llevar conmigo:
Pasaporte
Rosario
Camiseta ratóncito para dormir.
2 pantalones
6 bragas
6 pares de calcetines
Chaqueta azul
Cepillo de dientes
Cercles, de Yannick Haenel.
N.B. : Este episodio ocurrió el día antes de mi partida. Al día siguiente, me iba a Londres, donde viví tres años.
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#1 - Aquí estoy
¿Crees que lo ve? Que no hay nadie en el escenario, que ya nadie vive dentro de este cuerpo. Soy fantasma, nada más. Las estrellas llamaron a través de la ventana aquella noche, y estaba a punto de responder: «Aquí estoy». (…)
Lista, posición, ya.
Aquí estoy.
“Otra vez.”
El ejercicio es sencillo.
Público a oscuras.
Un solo foco.
Dar un paso adelante,
Mirarlos a todos
Y decir con confianza: «Aquí estoy».
Aquí sigo.
No es que no lo haya intentado.
Un poco cada día,
Eso es lo que nos enseña.
Cuando quieres algo en la vida,
Tienes que trabajar en ello
Un poco,
Cada día.
Pero lo entendieron
Mucho antes que yo, ¿verdad?
Hacerla desaparecer,
Sin brutalidad.
Sólo humillarla,
Un poco
Cada día.
Aquí estoy.
«Otra vez.»
¿Crees que lo ve?
Que no hay nadie en el escenario,
Que ya nadie vive dentro de este cuerpo.
Soy un fantasma, nada más.
Las estrellas
Llamaron a través de la ventana
Aquella noche
Y estaba a punto de responder:
«Aquí estoy».
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