#11 - “Historias del gas”

Esta mañana, como empecé en los terrados, no tenía nada con qué escribir y tenía esta ansia de hacerlo. Así que empecé a llamar a las puertas y, en apenas una hora, ya había reunido un buen botín (…)

 

Trabaja duro y esto podría ser tú algún día: “Ha trabajado duro.”

02/09/23 — Pensamientos

Yo era la chica que, en su primer día de secundaria, llevaba bailarinas moradas con calcetines naranjas y lunares verdes. Y con la sonrisa además. La gente cuchicheaba a mi paso, y yo sonreía, repartía caramelos. No era consciente, bajaba de la montaña.

Dios, cómo me gustaría volver a ese estado de (in)conciencia. Pero fui demasiado lejos. Con los años, me construí un corsé que funcionó maravillosamente. Mientras lo apretaba, la cara morada, la gente aplaudía, me felicitaba. Ahora hago todo lo posible por volver a encontrarme.

Es doloroso, frustrante, aterrador incluso. Pero no, va más allá de eso. En realidad, es una agonía. La muerte del yo fabricado por el nacimiento del yo auténtico. Hay que agarrarse. —

Amanecer en Barcelona, desde los terrados —


19/10/23 — Núria

Creo que hay algo en la frase «Necesito ayuda» a lo que el universo es especialmente sensible.

Esta mañana, nadie me abre la puerta. Es un NO tras otro, y un jefe que dice que es mejor que no vuelva a casa hasta haber conseguido [tal] porcentaje.

Al entrar en su casa, el monstruo voraz que me devora las entrañas constantemente se calma de repente. Todo está oscuro, pero es una oscuridad cálida. En la cocina, hay una vela encendida y una minúscula imagen de María.

Digo unas palabras a la señora, Núria pues, que ya tiene una edad. Me dice que le cuesta caminar. Le cuento que he tenido un mal día y, de repente, dos almas se encuentran. Me aprieta la mano y me ofrece una pera.

«Te la pongo en una bolsa, espera.

—No, le digo. Por favor... Tengo hambre.».

En estas dos palabras, «tengo hambre», y la lástima que le pudo inspirar mi mirada en ese momento, lo leyó todo. No dijo nada, la lavó con agua y me la entregó.

Bueno, otro día horrible, pero pronto todo irá mejor y solo recordaré este gesto: una mano tendida y una persona que habla a otra como si fuera humana.

It’s nice, for a change. (Es agradable, para variar) —


01/12/23 — Maragall/Virrei Amat

Existen dos tipos de contadores: los que se encuentran dentro de las viviendas y los que están en los terrados. Cuando hay que llamar a la puerta (“viviendas”), la compañía está obligada por ley a colocar un aviso — una hoja de papel A4 pegada en la puerta — con una semana de antelación. Es en este papel, que recojo a lo largo del día, donde suelo escribir.

Esta mañana, como empecé en los terrados, no tenía nada con qué escribir y tenía esta ansia mía de hacerlo. Así que empecé a llamar a las puertas y, en apenas una hora, ya había reunido un buen botín (de hojas, claro, no de contadores. A estas horas nadie abre).

Y empecé a pensar… Un año. No pensaba que aguantaría tanto tiempo. Hace un año, tocaba el fondo. Tenía 1,47 € en mi cuenta bancaria y contaba las pequeñas monedas para comprar papel de regalo para mis padres. Lloraba mucho, rezaba poco, confiaba más en malas relaciones para salir del abismo que en mis propias capacidades en Dios. Hace un año, tenía miedo de coger el metro sola, cantaba mis primeros conciertos. Me angustiaba por todo y sudaba día y noche por el dinero. Hace un año, me cortaba el pelo yo misma con unas tijeras de Ikea y utilizaba el presupuesto semanal para comprarme una chaqueta que se suponía que iba a solucionar todos mis problemas. Hace un año, perdía el ánimo, me perdía a mí misma.

Hace, pues, un año que tarareo al bajar del autobús y que practico mis solos en las escaleras. Ahora me cuesta reconocer a la persona que veo subir al escenario y ponerse delante de todo el mundo, murmurando con el corazón lleno de gratitud: «Aquí estoy…».

Ha ocurrido un milagro, y todo empezó así: con una comunidad. Por eso sí, tenemos que apoyarnos mutuamente, día tras día. Tenemos que aprender a no juzgar con dureza los errores, las excusas, los estados de ánimo o los malos días. Porqué sin los demás...

En fin, esta mañana, mientras contemplaba cómo el sol pintaba la ciudad de oro, se me ocurrió que ya no tengo motivos para temer nada. He llegado a un punto en mi relación con Dios que me da la certeza (y la paz que conlleva) de que todo está bajo control. Él se ocupa de cada pequeño detalle de mi vida, como un pintor enamorado, y ya no tengo nada que temer. Los jefes se enfadarán, faltará dinero, los amigos se obstinarán, así es como funciona el mundo y no puedo culpar a nadie por ello. Pero ya no dejo que estas cosas me afectan. Yo escribo, respiro. Sale el sol y, desde los tejados, Lidy, sonrío.

* * *

En este barrio, casi nadie me abrió la puerta. Un perro me mordió en el ascensor y un imbécil me cerró la puerta en las narices. Pero al terminar, me daba igual, sonreía. Para mis jefes, el día fue un fracaso. Para mí, un éxito rotundo: todo lo que he escrito desde entonces, lo escribí en este mismo papel. :) —


Mi colección de escaleras —


07/02/24 — Nayla

Cayó sobre la tierra como un cometa se estrella contra el desierto.

Llevo dos días teniendo sueños extraños. Sueños sórdidos, a decir verdad. Al despertar, me resulta imposible librarme de los escalofríos que me sacuden cuando pienso en ellos.

Hubo un bombardeo, subterráneos secretos, gente que conocía que iba a morir; lo sabía y no podía hacer nada. Las visiones eran tan intensas que no pude levantarme enseguida. Me arrastré hasta el sofá y volví a dormirme allí, intentando soñar con otra cosa. El café se estaba preparando. Y me quedé dormida otra vez después del desayuno.

Me gustaría poder decir que, después de empezar el día, las cosas mejoraron, pero no fue así. Deambulé de una calle a otra, desconfiada, contando los minutos hasta las 15h30 (empecé tarde, claro).

Fue entonces cuando apareció. Toqué un timbre (uno de los 416 que tuve que llamar hoy) y la única respuesta fue un alboroto, un golpe, un ruido sordo tras la puerta. Esperé. Nada. Esperé un rato más. «El gas…», intenté, sin mucha convicción.

Y una vocecita a través de la puerta dijo: «¡Espera! ¡¿Espera, eh?! La puerta está cerrada». Dije: «De acuerdo, me espero», con el mismo tono de la niña que daba las órdenes. «La puerta está cerrada», repitió. «Fue a buscar las llaves».

Un momento después, «él» finalmente abrió la puerta. Un hombre alto, de lenguaje monosilábico. Ella debía de tener siete u ocho años. La piel morena de los hijos del desierto, los ojos negros como el ébano. Me miró fijamente sin decir palabra, como si fuera lo más natural del mundo: que yo estuviera allí, frente a ella, y que ella estuviera allí, frente a mí, abriendo la puerta de su casa, desnuda como un pájaro.

Me dejó entrar y el padre nos siguió. Al final encontré el contador y le hice una foto. La abuela estaba en la cocina; con solo mirarla, se veía que no estaba en sus cabales. La casa estaba sucia y desordenada, se me pegaban los zapatos al suelo y era mejor no tocar las paredes.

Ella me dijo algo, en un idioma que parecía música, pero no la entendí, y casi me dio ganas de disculparme. El padre tradujo: «No, no, nada. Solo te está diciendo que tiene caramelos». Le respondí — a ella — que tenía suerte.

Quería hacerle mil preguntas. Como si dentro del cuerpo de esta niña salvaje se encontraran todas las respuestas del mundo, una sabiduría milenaria, esa profunda conexión que, en su esencia, une a todas las culturas.

Si hubiera dicho: «¿Qué es el tiempo?» o «¿Por qué estamos en la Tierra?», ella habría tenido la respuesta, estaba segura.

Pero, en cambio, la puerta se cerró. Ella desapareció, con su fiereza, su aire extraño y su furiosa libertad.

Bajé unos escalones para que no me vieran y empecé a anotar todas mis impresiones, los pequeños detalles que, en cuestión de segundos, me habían llamado la atención.

La llamé Nayla. Porque significa «la de los ojos grandes» en árabe y porque es el nombre que le habría puesto a la reina de un país libre del desierto si hubiera podido crear uno.

Luego, al salir del edificio, me di la vuelta y miré hacia arriba, hacia el piso donde vivía ella. Me invadió una extraña sensación. Miré la hora y luego volví a mirar hacia la ventana. ¿No deberían estar los niños en el colegio un miércoles a las once? —


A veces Dios no cambia tu situación porque ya está ocupado a cambiarte, a ti.


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#10 - La chica del gas

Barcelona no es como me la había imaginado. Abarrotada, ruidosa y sin tregua. Pase lo que pase, nunca para. Al salir por la mañana en hora punta, sientes como si te hubiera tragado la bestia. (…)

 

Recientes revelaciones:

  • Lo divino nunca actúa solo.

  • La entropía del universo solo puede aumentar — segunda ley de la termodinámica. (¿Qué es la entropía? Una medida del desorden del universo). ¿Aplicado? Tras pasar un día entero limpiando, basta con dejar un lápiz en la mesa para tener que hacerlo todo de nuevo. En otras palabras: el desorden atrae al desorden (lo mismo ocurre con el mal).

  • Encuentra un trabajo que no te cueste demasiado.

  • Repara las cosas en el momento en que se rompen.

  • Haz de tu hogar un lugar donde disfrutes vivir.

  • Compra una planta.

  • Elige un libro.

El gas… ! Lectura del gas!”

Siempre empiezo el día en los terrados. Me ayuda a mantenerme alejada del suelo y, como siempre me cuesta arrancar — si soy honesta, debería decir: como aún me cuesta creer que esto es lo que hago ahora, la lectura del gas — me tomo mi tiempo para contemplar la vista antes de sumergirme entre la multitud.

Barcelona no es como me la había imaginado. Abarrotada, ruidosa y sin tregua. Pase lo que pase, nunca para. Al salir por la mañana en hora punta, sientes como si te hubiera tragado la bestia.

Jonas en medio de la tormenta.

Pensé que aquí encontraría lo que no había tenido el valor de buscar en mí misma. En otras palabras, me llevé una gran decepción cuando, al llegar a la Tierra Prometida, comprendí que ser yo misma no sería suficiente para conseguir papeles, un trabajo y un número de la seguridad social.

«Pero... ¡Soy buena persona!», me veo todavía balbuceando delante de la comisaría de policía. Sin duda... Ponte a la cola.

Después de un año en paro, ya tenía suerte de poder ponerme un uniforme y gritar «¡El gas!»¹ todo el santo día.

Por así decirlo, vemos de todo, cada día. De todas las clases sociales a todos los tipos de reacciones posibles. Una vez pulsado el timbre, lo que ocurre sigue un orden dicotómico:

Hay los que abren la puerta enseguida, entonces, y me dejan tomar la foto del contador en la cocina. Luego saludan "adiós y que tenga un buen día" y cierran la puerta. Estos son muy, muy raros. Sé apreciarlos.

Hay los que abren, también de inmediato, pero solo para decir NO. «No pasarás». (Piensa en la voz grave del mago en El Señor de los Anillos). Francos y directos. Los aprecio igual de bien.

Luego están aquellos cuyos pasos oigo detrás de la puerta. Se acercan, miran por la mirilla y luego se quedan quietos, conteniendo la respiración hasta que me ven dar media vuelta y marcharme.

Finalmente, están los que solo abren para dar rienda suelta a su frustración por haber nacido en un mundo tan ingrato y carente de sentido. En estos casos, simplemente escribo una breve nota al pie de la pantalla para el colega que tendrá que volver en dos meses: No picar.

Después de dos semanas, es verdad, contemplé la posibilidad de tirarlo todo por la ventana.

Sin embargo, todo cambió después del encuentro.

Las nueve de la mañana. Avenida G., en un barrio que no conozco. El día está gris y tengo frío. No he conseguido despertarme, así que corro y empiezo la lista del día sin haber tenido tiempo siquiera de tomarme un café. El edificio es nuevo y eso es mala señal: normalmente, nadie deja entrar. Pero ella es la primera en responder y me deja pasar sin problema. El contador está en el balcón. La sigo. Es mayor y le cuesta caminar. Al pasar por el pasillo, veo un retrato en la pared, magnífico. Una joven dibujada al carboncillo que me mira, tranquila. Segura de sí misma, sonríe. Auramar ², susurro. Abajo a la derecha, está escrito.

Tomo la foto de mi contador y le doy las gracias. Al levantar la vista, lo entiendo: es ella. Cuarenta años después, pero la mirada no engaña. «Es usted... La mujer del retrato, ¿verdad?». Asiente. Al volver al pasillo, la observamos las dos, un poco soñadoras. «Es un autorretrato», acaba confesando. Me quedo boquiabierta. «¿Lo ha hecho usted?». Así que, al contarme su historia, nos hemos perdido un momento. Olvidé, por un tiempo, mis contadores, y ella olvidó tomar su medicación.

Como le dije que a mí también me gustaba dibujar, «pero escribir, sobre todo... sí. Escribir...», accedió a enseñarme otros dibujos. Y textos. Y poemas. La mesa estaba llena de ellos. Nunca había conocido a nadie que hablara tan bien del mar y de la soledad.

Una vez enfriado el café, tuvimos que despedirnos. «Tengo faena», dije, inspirada, y no me refería a la lectura del gas, claro. Ella captó la indirecta y, en la puerta, me aconsejó que me pusiera manos a la obra sin esperar. Asentí y le di las gracias. Poco a poco, dije.

Me agarró del brazo. Poco a poco, no. Trabajo duro. Como un profeta, me advirtió: será un camino difícil. Muy poca gente consigue vivir de ello porque muy poca gente sabe lo que significa hacer verdaderos sacrificios.

Nos despedimos con un abrazo, como dos amigas de toda la vida, y emocionada, me dijo: «La mayoría de las veces conocemos a gente... Pero hoy he conocido a una persona. Una persona hermosa».

Después de eso, cada vez que me preguntaba qué hacía en esta ciudad aparentemente hostil, vagando por las calles y recibiendo este trato, me aferraba a sus palabras. «Hago lo mejor que puedo», repetía en mi cabeza. “Eso es todo.” Entonces entendí que era hora de hacer algo útil conmigo misma, así que empecé a tomar notas. Cuando el señor del octavo piso, a sus ochenta años, se echó a llorar en mis brazos porque dije «Mmm, qué bien huele aquí» por encima de la sartén, y respondió: «Era su plato favorito…» ; o cuando elogié los cuadros de un joven que vivía en un ático en Sants y, de pasada, le dije: «Anda, no te rindas, es precioso lo que pintas». Se emocionó y me regaló magdalenas. Cada día, al volver a casa, escribía estas anécdotas, que simplemente llamé «Las historias del gas». Solo para mí, decoradas con lo que recogía en la calle. A veces me sentía un poco Amélie Poulain

Es cierto, por ahora todo parece haber desaparecido. Mis sueños de infancia, mis ambiciones de estudiante, mis ansias de gloria y fama. Inútil belleza... Pero aquel día, el día del encuentro, algo me atravesó. “Todo parece haber desaparecido”, pensaba... Pero no llores, mira, me dijo la vocecita interior. Bajo mis pies, un brote verde surge de entre las cenizas. Estás exactamente donde debes estar ahora. Ten confianza: las estrellas nacen de su propio colapso. ³


¹ : Leer el gas es toda una técnica. Nos pagan por recorrer la ciudad a pie y, yendo de puerta en puerta, leer los contadores de gas. Cuatrocientas puertas al día, seis horas de caminata. Pero como todo el mundo desconfía (los ladrones son famosos en Barcelona), nadie quiere abrir. Así que llamamos a todos los timbres del rellano y gritamos: "¡El gas! ¡Lectura del gas!". Esto aumenta nuestras posibilidades (nos pagan por contador).

² : Pssst... Auramar, esa mujer que conocí, es realmente escritora. Ha publicado un libro ilustrado con sus propios dibujos. Un bonito homenaje al camino recorrido en esta tierra. — Disponible aquí.

³ : Ver Artículo #8, El después.


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