#9 - La primera sesión
Contexto. Mes de marzo, un lunes por la noche. La iglesia, que no parece una iglesia sino más bien un salón de actos clandestino, está vacía, salvo por un pequeño grupo de mujeres de entre cuarenta y sesenta años. Hay una luz encendida cerca del altar y estas personas, colocadas en semicírculo alrededor del director, que lleva una guitarra colgada al cuello.
Sabiendo que no hablo una palabra de su idioma¹, me pregunto si, después de todo, fue buena idea: venir a cantar sin conocer a nadie. Pero es demasiado tarde; me ve y me hace señas para que me una a ellos. Aunque me hace el favor de hablar en castellano, la mayoría de sus palabras se pierden en su bigote, así que no sé en qué consiste el primer ejercicio. Todos se ponen a charlar, y tratan de hacerme hablar también.
Pues me equivoqué. Pensar que estaba lista para volver a la vida fue un error. El primero. Desde fuera, quizá parecía que funcionaba con normalidad — caminaba, dormía, hablaba — pero por dentro solo había una pantalla en blanco con las palabras «sin señal» escritas en letra minúscula. Incluso mis labios se habían acostumbrado a responder por sí solos.
Pero un mes antes había habido un concierto en una iglesia y había escuchado música como nunca antes. Mucha alegría, contratiempos, chasquidos de dedos. Daba ganas de ponerse de pie. Para hacer qué, aún no estaba segura exactamente, pero, por un momento, me recordó quién era. Así que al salir de la iglesia abordé a una corista y le pregunté cómo podía apuntarme.
«Es un coro de música Gospel. Es fácil: el próximo lunes, en el mismo sitio. Ven a las ocho y lo verás».
Pero el lunes siguiente, allí estaba, rodeada de esos salvajes que me cogían por los hombros sonriendo o intentaban hacerme bailar como un vaquero. Imité a los animales de la selva, hice playback con himnos catalanes y triunfé como egipcia con una canción dedicada a Moisés. Sí, era mi primera sesión y la sobreviví gracias a mi firme intención de no volver nunca más. Ese fue mi segundo error.
El verano pasó, con toda la pasión, el drama y la aventura que eso implica. Hubo viajes, proyectos, avances y noches en vela, felices, hasta que una ruptura lo puso todo en duda y me devolvió, sin piedad, al punto de partida. De paso, saludé a la Depresión como a una vieja amiga. «Bienvenida a casa», me dijo. Así que volví a vagar por las calles, sin rumbo; como no tenía trabajo, me tomé mi tiempo. Hojeé libros en los bancos, hablé con ancianos sin nietos, volví a visitar los mercados de flores y me perdí entre puestos de fruta repletos.
Unos meses después, mientras subía por la gran avenida que lleva a mi casa, pensativa, observaba cómo bailaban los árboles. Había mucho viento. El semáforo se puso en rojo, esperé. A mi derecha, pegada a un poste, una hoja de papel. «¿Quieres cantar Gospel?», decía. Me reí, mirando a derecha e izquierda, como si alguien me hubiera gastado una broma y estuviera observándome. Estaba segura de saber de qué coro se trataba.
Arranqué unos de los papelitos y me di la vuelta. Necesitaba sentarme un momento.
Una década entera, entonces. Diez años luchando contra las recaídas, la ansiedad, la depresión; una terapia, una mudanza, un cambio de carrera, para encontrarme aquí, dos mil kilómetros más tarde, libre, al sol, en un banco pegajoso comiendo fresas.
«Oh, happy day...» ² Empecé a tararear.
Creo que me ha pasado algo malo en la vida, pensé. Pero eso ya se acabó.
Era tan bonito que, con lágrimas en los ojos, casi me eché a reír. Marqué el número. «Lunes, a las ocho, en la iglesia de...», me dijeron, y sonreí. Ya sabía qué esperar. —
¹: El catalán, lengua romance hablada principalmente en Cataluña, las Islas Baleares, la Comunidad Valenciana, los Pirineos Orientales franceses y Andorra, donde es la lengua oficial.
²: Oh happy day, The Edward Hawkins singers, 1968.
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