El Cottolengo
Es grande como un edificio, pero es una casa. Es una casa donde viven enfermos con discapacidades graves (mentales y/o físicas) que no tendrían otro lugar adonde ir más que la calle, si Las hermanas servidoras de Jesús no los acogieran allí, en la cima del monte Carmelo, justo al lado del Parque Güell. Y cuando, desde las ventanas del tercer piso donde estoy asignada, contemplo las vistas de toda Barcelona, hasta el mar, pienso en el significado de la palabra «pobre». Los residentes aquí son pobres, demasiado pobres para poder quedarse con sus familias, pero ni siquiera los príncipes de esta ciudad tienen unas vistas como estas. Dios cuida de sus amigos.
Los enfermos, las hermanas y los voluntarios conviven cada día, pues y creo que la palabra que mejor describe esta institución histórica es la alegría de vivir. Aunque el trabajo es duro y las situaciones a las que uno se enfrenta no siempre son fáciles, nunca se percibe sufrimiento. Las hermanas se comprometen a trabajar con alegría y, sobre todo, con amor.
Entré como voluntaria en 2023, de manera bastante irregular, pero cada vez que vuelvo, al observar a las monjas, aprendo una nueva definición de esa palabra de amor.
Por la mañana, es un campo de batalla. Hay mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo. Aun así, las he visto «perder» una hora en terminar algo que podrían haber hecho fácilmente en veinte minutos. Porque «cuando el pliegue de la cama es cuadradito y cada cama tiene su florecita y peluche, queda más bonito».
No es la lógica lo que rige la casa, es el amor. Hay que acostumbrarse.
Mucho ha cambiado en cuatro meses. Necesitaba un descanso para dedicarme a escribir, después de pasar todo el verano subiendo la colina a pie, dos o tres veces por semana. Pero cuando regresé, las cosas habían, naturalmente, seguido su curso.
La hermana Sarah se fue, ella que me enseñó todo. La enviaron a Valencia, y dejó una carta en los bolsillos de la Madre Superiora, que releo cuando siento que la ambición se apodera de mí y me impide ver lo importante. Una de las camas está vacía, hay una rosa sobre la almohada y nadie ya pronuncia el nombre de la pequeña que nos dejó este verano. Por último, la hermana a cargo de la tercera planta es ahora la joven prodigio que comenzó como voluntaria dos años antes que yo y que ahora es esposa de Cristo, prometida a servir.
Me sentí como una desertora todo ese tiempo, pulsando las teclas de mi teclado y repitiéndome que era por una buena causa, que era el sueño de mi vida, ser escritora. Entonces comprendí que la realidad era mucho más simple y, por lo tanto, mucho más difícil de aceptar:
La vida no pide permiso para entrar. No espera, invita. Y si estamos demasiado ocupados para responderle, invitará a otros. —
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