#11 - “Historias del gas”
Esta mañana, como empecé en los terrados, no tenía nada con qué escribir y tenía esta ansia de hacerlo. Así que empecé a llamar a las puertas y, en apenas una hora, ya había reunido un buen botín (…)
02/09/23 — Pensamientos
Yo era la chica que, en su primer día de secundaria, llevaba bailarinas moradas con calcetines naranjas y lunares verdes. Y con la sonrisa además. La gente cuchicheaba a mi paso, y yo sonreía, repartía caramelos. No era consciente, bajaba de la montaña.
Dios, cómo me gustaría volver a ese estado de (in)conciencia. Pero fui demasiado lejos. Con los años, me construí un corsé que funcionó maravillosamente. Mientras lo apretaba, la cara morada, la gente aplaudía, me felicitaba. Ahora hago todo lo posible por volver a encontrarme.
Es doloroso, frustrante, aterrador incluso. Pero no, va más allá de eso. En realidad, es una agonía. La muerte del yo fabricado por el nacimiento del yo auténtico. Hay que agarrarse. —
19/10/23 — Núria
Creo que hay algo en la frase «Necesito ayuda» a lo que el universo es especialmente sensible.
Esta mañana, nadie me abre la puerta. Es un NO tras otro, y un jefe que dice que es mejor que no vuelva a casa hasta haber conseguido [tal] porcentaje.
Al entrar en su casa, el monstruo voraz que me devora las entrañas constantemente se calma de repente. Todo está oscuro, pero es una oscuridad cálida. En la cocina, hay una vela encendida y una minúscula imagen de María.
Digo unas palabras a la señora, Núria pues, que ya tiene una edad. Me dice que le cuesta caminar. Le cuento que he tenido un mal día y, de repente, dos almas se encuentran. Me aprieta la mano y me ofrece una pera.
«Te la pongo en una bolsa, espera.
—No, le digo. Por favor... Tengo hambre.».
En estas dos palabras, «tengo hambre», y la lástima que le pudo inspirar mi mirada en ese momento, lo leyó todo. No dijo nada, la lavó con agua y me la entregó.
Bueno, otro día horrible, pero pronto todo irá mejor y solo recordaré este gesto: una mano tendida y una persona que habla a otra como si fuera humana.
It’s nice, for a change. (Es agradable, para variar) —
01/12/23 — Maragall/Virrei Amat
Existen dos tipos de contadores: los que se encuentran dentro de las viviendas y los que están en los terrados. Cuando hay que llamar a la puerta (“viviendas”), la compañía está obligada por ley a colocar un aviso — una hoja de papel A4 pegada en la puerta — con una semana de antelación. Es en este papel, que recojo a lo largo del día, donde suelo escribir.
Esta mañana, como empecé en los terrados, no tenía nada con qué escribir y tenía esta ansia mía de hacerlo. Así que empecé a llamar a las puertas y, en apenas una hora, ya había reunido un buen botín (de hojas, claro, no de contadores. A estas horas nadie abre).
Y empecé a pensar… Un año. No pensaba que aguantaría tanto tiempo. Hace un año, tocaba el fondo. Tenía 1,47 € en mi cuenta bancaria y contaba las pequeñas monedas para comprar papel de regalo para mis padres. Lloraba mucho, rezaba poco, confiaba más en malas relaciones para salir del abismo que en mis propias capacidades en Dios. Hace un año, tenía miedo de coger el metro sola, cantaba mis primeros conciertos. Me angustiaba por todo y sudaba día y noche por el dinero. Hace un año, me cortaba el pelo yo misma con unas tijeras de Ikea y utilizaba el presupuesto semanal para comprarme una chaqueta que se suponía que iba a solucionar todos mis problemas. Hace un año, perdía el ánimo, me perdía a mí misma.
Hace, pues, un año que tarareo al bajar del autobús y que practico mis solos en las escaleras. Ahora me cuesta reconocer a la persona que veo subir al escenario y ponerse delante de todo el mundo, murmurando con el corazón lleno de gratitud: «Aquí estoy…».
Ha ocurrido un milagro, y todo empezó así: con una comunidad. Por eso sí, tenemos que apoyarnos mutuamente, día tras día. Tenemos que aprender a no juzgar con dureza los errores, las excusas, los estados de ánimo o los malos días. Porqué sin los demás...
En fin, esta mañana, mientras contemplaba cómo el sol pintaba la ciudad de oro, se me ocurrió que ya no tengo motivos para temer nada. He llegado a un punto en mi relación con Dios que me da la certeza (y la paz que conlleva) de que todo está bajo control. Él se ocupa de cada pequeño detalle de mi vida, como un pintor enamorado, y ya no tengo nada que temer. Los jefes se enfadarán, faltará dinero, los amigos se obstinarán, así es como funciona el mundo y no puedo culpar a nadie por ello. Pero ya no dejo que estas cosas me afectan. Yo escribo, respiro. Sale el sol y, desde los tejados, Lidy, sonrío.
* * *
En este barrio, casi nadie me abrió la puerta. Un perro me mordió en el ascensor y un imbécil me cerró la puerta en las narices. Pero al terminar, me daba igual, sonreía. Para mis jefes, el día fue un fracaso. Para mí, un éxito rotundo: todo lo que he escrito desde entonces, lo escribí en este mismo papel. :) —
Mi colección de escaleras —
07/02/24 — Nayla
Cayó sobre la tierra como un cometa se estrella contra el desierto.
Llevo dos días teniendo sueños extraños. Sueños sórdidos, a decir verdad. Al despertar, me resulta imposible librarme de los escalofríos que me sacuden cuando pienso en ellos.
Hubo un bombardeo, subterráneos secretos, gente que conocía que iba a morir; lo sabía y no podía hacer nada. Las visiones eran tan intensas que no pude levantarme enseguida. Me arrastré hasta el sofá y volví a dormirme allí, intentando soñar con otra cosa. El café se estaba preparando. Y me quedé dormida otra vez después del desayuno.
Me gustaría poder decir que, después de empezar el día, las cosas mejoraron, pero no fue así. Deambulé de una calle a otra, desconfiada, contando los minutos hasta las 15h30 (empecé tarde, claro).
Fue entonces cuando apareció. Toqué un timbre (uno de los 416 que tuve que llamar hoy) y la única respuesta fue un alboroto, un golpe, un ruido sordo tras la puerta. Esperé. Nada. Esperé un rato más. «El gas…», intenté, sin mucha convicción.
Y una vocecita a través de la puerta dijo: «¡Espera! ¡¿Espera, eh?! La puerta está cerrada». Dije: «De acuerdo, me espero», con el mismo tono de la niña que daba las órdenes. «La puerta está cerrada», repitió. «Fue a buscar las llaves».
Un momento después, «él» finalmente abrió la puerta. Un hombre alto, de lenguaje monosilábico. Ella debía de tener siete u ocho años. La piel morena de los hijos del desierto, los ojos negros como el ébano. Me miró fijamente sin decir palabra, como si fuera lo más natural del mundo: que yo estuviera allí, frente a ella, y que ella estuviera allí, frente a mí, abriendo la puerta de su casa, desnuda como un pájaro.
Me dejó entrar y el padre nos siguió. Al final encontré el contador y le hice una foto. La abuela estaba en la cocina; con solo mirarla, se veía que no estaba en sus cabales. La casa estaba sucia y desordenada, se me pegaban los zapatos al suelo y era mejor no tocar las paredes.
Ella me dijo algo, en un idioma que parecía música, pero no la entendí, y casi me dio ganas de disculparme. El padre tradujo: «No, no, nada. Solo te está diciendo que tiene caramelos». Le respondí — a ella — que tenía suerte.
Quería hacerle mil preguntas. Como si dentro del cuerpo de esta niña salvaje se encontraran todas las respuestas del mundo, una sabiduría milenaria, esa profunda conexión que, en su esencia, une a todas las culturas.
Si hubiera dicho: «¿Qué es el tiempo?» o «¿Por qué estamos en la Tierra?», ella habría tenido la respuesta, estaba segura.
Pero, en cambio, la puerta se cerró. Ella desapareció, con su fiereza, su aire extraño y su furiosa libertad.
Bajé unos escalones para que no me vieran y empecé a anotar todas mis impresiones, los pequeños detalles que, en cuestión de segundos, me habían llamado la atención.
La llamé Nayla. Porque significa «la de los ojos grandes» en árabe y porque es el nombre que le habría puesto a la reina de un país libre del desierto si hubiera podido crear uno.
Luego, al salir del edificio, me di la vuelta y miré hacia arriba, hacia el piso donde vivía ella. Me invadió una extraña sensación. Miré la hora y luego volví a mirar hacia la ventana. ¿No deberían estar los niños en el colegio un miércoles a las once? —
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#11 - “Historias del gas”
Ce matin, comme j’ai commencé sur les toits, je n’avais pas de quoi écrire, et ça me démangeait drôlement. Alors j’ai commencé à sonner aux portes, et en une heure à peine, j’avais déjà récolté un beau butin. (…)
02/09/23 — Pensées
J’étais la fille qui, pour son premier jour au collège, portait des ballerines violettes avec des chaussettes oranges à pois vert. Et avec le sourire en plus. On chuchotait sur mon passage, et moi je souriais, je distribuais des bonbons. Je n’avais aucune conscience du ridicule. Je descendais de la montagne.
Dieu que j’aimerais retourner à cet état de conscience des choses. Mais je suis allée trop loin. J’ai fabriqué un corset, au fil des ans, qui a fonctionné à merveille. Pendant que je le serrais, la face violette, on applaudissait. Maintenant, je fais tout pour me retrouver.
C’est douloureux, frustrant, terrifiant, même. Mais non, ça va encore plus loin que ça. C’est une agonie en fait. La mort du soi fabriqué par la naissance du moi authentique. Il faut s’accrocher. —
19/10/23 — Núria
Je crois qu’il y a quelque chose dans la phrase “J’ai besoin d’aide” à laquelle l’univers est particulièrement sensible.
Ce matin, personne ne m’ouvre. C’est NON, sur NON, sur NON et un patron qui dit qu’il ne vaut mieux pas que je rentre à la maison avant d’avoir obtenu [tel] pourcentage.
En rentrant dans sa maison, le monstre vorace qui me dévore les entrailles du matin au soir s’est calmé tout d’un coup. Tout est sombre, mais c’est une obscurité chaleureuse. Dans la cuisine, seule, une bougie allumée, et une minuscule image de Marie.
J’échange quelques mots avec la dame, donc, Núria, qui a déjà un certain âge. Elle me dit qu’elle a du mal à marcher. Je lui dit que j’ai passé une sale journée, et tout à coup, deux âmes se trouvent. Elle me prend la main et me propose une poire.
“Je te l’emballe dans un sac, attends.
— Non, je lui dit. S’il te plaît… J’ai faim.”
Dans ces deux mots, “J’ai faim” et la pitié que lui a inspiré mon regard, elle a tout lu. Elle n’a rien dit, l’a passée sous l’eau et me l’a tendue.
Voilà, une journée de plus, épouvantable, mais bientôt, tout ira mieux et je ne me souviendrai que de ce geste: une main tendue et une personne qui parle à une autre comme si elle était humaine.
It’s nice, for a change. —
01/12/23 — Maragall/Virrei Amat
Il y a deux sortes de compteurs: ceux qui se trouvent à l’intérieur des maisons, chez les gens, et ceux qu’on trouve sur les toits. Quand on doit frapper chez les gens, par loi, l’entreprise est obligée d’accrocher un avis de passage — une feuille A4 collée sur la porte une semaine avant. C’est sur ce papier, récolté tout au long de la journée, que j’écris la plupart du temps.
Ce matin, comme j’ai commencé sur les toits, je n’avais pas de quoi écrire, et ça me démangeait drôlement. Alors j’ai commencé à sonner aux portes, et en une heure à peine, j’avais déjà récolté un beau butin (de feuilles, hein, pas de compteurs. À cette heure-là personne n’ouvre).
Et je me suis mise à réfléchir… Un an. Je ne pensais pas que j’allais tenir aussi longtemps. Il y a un an, je touchais le fond. Il y avait 1,47€ sur mon compte en banque et je comptais les pièces rouges pour acheter du papier cadeau pour les parents. Je pleurais beaucoup, priais peu, je mettais plus de confiance pour me sortir du gouffre dans de mauvaises relations que dans mes propres capacités en Dieu. Il y a un an, j’avais peur de prendre le métro, je chantais mes premiers concerts. J’angoissais sur tout, et je suais jour et nuit pour l’argent. Il y a un an je me coupais moi-même les cheveux avec des ciseaux Ikea et j’utilisais le budget des courses de la semaine pour m’acheter une veste qui aurait dû régler tous mes problèmes. Il y a un an, je perdais courage, je me perdais moi-même.
Depuis, ça fait un an que je fredonne en sortant du bus et que je pratique mes solos dans les cages d’escalier. Maintenant, j’ai du mal à reconnaître la personne que je vois entrer sur scène et qui se tient devant tout le monde, en murmurant, le cœur gonflé de gratitude: “Je suis là”.
Il y a eu un miracle, et ça a commencé comme ça: par une communauté. Alors oui, il faut se supporter les uns les autres, jour après jour. Il faut apprendre à ne pas trop juger les erreurs, les excuses, les humeurs, les mauvais jours. Mais sans les uns les autres…
Enfin, il m’est venu à l’esprit ce matin, en regardant le soleil peindre toute la ville d’or, que je n’ai plus raison de craindre quoi que ce soit maintenant. Je suis arrivée à un stade de ma relation avec Dieu qui me donne la certitude (et la paix qui va avec) que tout est sous contrôle. Il prend soin de chaque petit détail de ma vie, comme un peintre amoureux, et je n’ai rien à craindre. Les patrons se fâcheront, l’argent manquera, les amis s’entêteront, c’est le monde qui tourne ainsi et je ne peux pas lui en vouloir. Mais je ne laisse plus ces choses me faire du mal. Moi, j’écris, je respire. Le soleil se lève, et depuis les toits, je souris.
* * *
Dans cet immeuble alors, quasiment personne ne m’a ouvert, un chien m’a mordu dans l’ascenseur et un con m’a claqué la porte au nez. Mais quand je suis sortie, je m’en fichais, j’avais le sourire aux lèvres. Pour mes patrons, c’était un échec. Pour moi, un franc succès: tout ce que j’ai écrit depuis tout à l’heure, je l’ai fait sur ce papier même. —
Ma collection d’escaliers
07/02/24 — Nayla
Elle est tombée sur la terre comme une comète fracasse le désert.
Ça fait deux jours que je fais des rêves étranges. Des rêves sordides, à vrai dire. En me réveillant, il est impossible de me défaire des frissons qui me secouent quand j’y pense.
Il y avait un bombardement, des sous-terrains secrets, des gens que je connaissais qui allaient mourir; je le savais, et je ne pouvais rien dire. Les visions étaient si fortes que je n’ai pas pu me lever tout de suite. J’ai rampé jusqu’au canapé et je me suis rendormie, pour essayer de rêver d’autre chose. Le café coulait. Et je me suis assoupie encore après le petit-déjeuner.
J’aimerais pouvoir dire qu’après avoir démarré la journée, ça allait mieux, mais ce n’est pas le cas. J’ai traîné mes guêtres d’une rue à l’autre, suspicieuse, en comptant les minutes jusqu’à 15h30 (j’ai commencé tard).
C’est alors qu’elle est apparue. J’ai sonné à une porte (une des 416 auxquelles j’ai dû frapper aujourd’hui) et pour toute réponse, un vacarme, bada-boum, remue-ménage étouffé derrière la porte. J’ai attendu. Rien. Attendu encore. “El gas…” j’ai essayé, peu convaincue.
C’est alors qu’une petite voix à travers la porte a dit : “Attends. Attends, hein?! La porte est fermée.” J’ai dit: “D’accord, j’attends.” sur le même ton que la petite fille de laquelle venaient les ordres. “La porte est fermée” elle a répété. “Il est allé chercher les clefs.”
Un moment plus tard, “il” a fini par ouvrir. Un homme grand, au langage monosyllabique. Elle devait avoir sept ou huit ans. La peau brune des enfants du désert, les yeux noirs comme l’ébène. Elle me fixait des yeux sans rien dire, comme si c’était la chose la plus naturelle du monde — que je sois là, ici, devant elle, et qu’elle soit là, devant moi, ouvrant la porte de chez elle, nue comme un vers.
Elle m’a laissé entrer, le père nous a suivi. J’ai fini par trouver le compteur, pris ma photo. La grand-mère était dans la cuisine — en un regard, on pouvait voir qu’elle n’avait pas toute sa tête. La maison était sale, désordonnée, j’avais les chaussures qui collaient au sol et il valait mieux ne pas toucher les murs.
Elle me dit quelque chose, de son joli ton impétueux qui roulait sur sa langue. Je n’ai pas compris et ça m’a presque donné envie de m’en excuser. Le père a traduit: “Non, non, rien. Elle te dit simplement qu’elle a des bonbons.” Je lui ai répondu — à elle — qu’elle avait de la chance.
J’aurais voulu lui poser mille questions. Comme si dans le corps de cette enfant sauvage dormaient toutes les réponses du monde, un savoir millénaire, cette profonde connexion qui, au fond, relie toutes les cultures entre elles.
Si j’avais dit: “Qu’est-ce que le temps?”ou “Pourquoi sommes-nous sur terre?”, elle aurait eu la réponse, j’en étais certaine.
Mais à la place, la porte s’est refermée. Elle a disparu, elle, sa sauvagerie, son petit air étrange et sa furieuse liberté.
J’ai descendu quelques marches pour qu’on ne me voit pas puis j’ai commencer à griffonner toutes mes impressions, les menus détails qui, en quelques secondes, m’avaient frappés.
Je l’ai appelé Nayla. Parce que ça veut dire “celle qui a de grands yeux” en arabe et parce que c’est le nom que j’aurais donné à la reine d’un pays libre du désert si j’avais pu en créer un.
Puis, en sortant de l’immeuble, je me suis retournée, et j’ai levé les yeux vers l’étage où elle vivait. Une sensation étrange m’a envahie. J’ai regardé l’heure, puis la fenêtre à nouveau. Est-ce que les enfants ne devraient pas être à l’école, un mercredi, à onze heures? —
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#11 - ‘Historias del gas’
This morning, as I started on the rooftops, I didn't have anything to write with, and it was really itching me. So I started ringing doorbells, and in barely an hour, I had already collected a nice haul (…)
or ‘Gas meter stories’
02/09/23 — Thoughts
I was the girl who, on her first day at middle school, wore purple ballet flats with orange socks and green polka dots. People were whispering as I walked by, but I was smiling, handing out candies. I had no awareness of how ridiculous it all looked. I was coming down from the mountain, you see.
God, how I’d love to return to that state of (un)awareness. But I have gone too far. I have built a corset over the years that has worked wonders. As I tightened it, my face turned purple and people applauded. Now, I am doing everything I can to find myself again.
It's painful, frustrating, terrifying, even. But no, it goes further than that. It's agony, actually. The birth of the authentic self through the death of the fabricated self. You better hang on. —
19/10/23 — Núria
I think there is something in the phrase ‘I need help’ that the universe is particularly sensitive to.
This morning, no one is opening. It's NO, and NO, and NO, and a boss who says I'd better not go home until I achieve [such] percentage.
Upon entering her home, though, the voracious monster that, night and day, devours me from the inside, suddenly calmed down. Everything is dark, but it is a warm darkness. In the kitchen, alone, a lit candle and a tiny image of Mary.
I exchange a few words with the lady, Núria, who is quite elderly. She tells me that she has difficulty walking. I tell her that I've had a bad day, so suddenly, two souls connect. She takes my hand and offers me a pear.
‘Wait a moment, I'll wrap it up in a bag for you.
— No, I said. Please... I'm hungry.’
In those two words, ‘I'm hungry’ and the pity my gaze must have inspired her, she read everything. She said nothing, rinsed it under water and handed it to me.
So here we are, another awful day, but soon everything will be better, and I'll only remember this gesture: a hand reaching out and one person talking to another as if she were human.
It's nice, for a change. —
There are two types of gas meters: those located inside people's homes and those found on rooftops. When we have to knock on people's doors, the company, by law, is required to leave a notice — an A4 paper sheet stuck on the door of the building the week before. It is on this paper, collected throughout the day, that I write most of the time.
This morning, as I started on the rooftops, I didn't have anything to write with, and it was really itching me. So I started ringing doorbells, and in barely an hour, I had already collected a nice haul (of sheets, that is, not meters. At that hour, no one answers the door).
And I started thinking... One year. I didn't think I would last that long. A year ago, I hit rock bottom. I had €1.47 in my bank account and I was counting my coins to buy wrapping paper for my parents. I cried a lot, prayed little, and put more trust in bad relationships than in my own abilities in God to get me out of the pit. A year ago, I was afraid to take the underground, I was singing my first concerts. I was anxious about everything and sweating day and night over money. A year ago, I cut my own hair with Ikea scissors and used the weekly grocery budget to buy a jacket that was supposed to solve all my problems. A year ago, I was losing heart, I was losing myself.
Well now, it’s been a year I've been humming as I get off the bus and practising my solos in stairwells. Now, I find it hard to recognise the person I see walking onto the stage and standing in front of everyone, whispering, my heart bursting with gratitude: ‘Here I am.’
There was a miracle, and it started like this: with a community. So yes, we have to put up with each other, day after day. We have to learn not to judge mistakes, excuses, moods and bad days too harshly. Because without each other...
Finally, it occurred to me this morning, as I watched the sun paint the whole city gold, that I no longer have any reason to fear anything. I have reached a stage in my relationship with God that gives me the certainty (and the peace that goes with it) that everything is under control. He takes care of every little detail of my life, like a painter in love, and I have nothing to fear. Bosses will get angry, money will run out, friends will be stubborn, that's the way the world works and I can't blame it for that. But I no longer let these things hurt me. I write, I breathe. The sun rises, and from the rooftops, I’m smiling.
* * *
In that building, practically no one answered the door, a dog bit me in the lift, and some idiot slammed the door in my face. But when I left, I didn't care, I had a smile on my face. For my bosses, it was a failure. For me, it was a resounding success: everything I've written since earlier, I did on this very paper. —
My collection of staircases
07/02/24 — Nayla
She fell to earth like a comet crashes into the desert.
I've been having strange dreams for two days now. Sordid dreams, to be honest. When I wake up, I can't shake the shivers that run through me when I think about them.
There was a bombing, secret underground tunnels, people I knew who were going to die; I knew it, and I couldn't say anything. The visions were so strong that I couldn't get up right away. I crawled to the sofa and went back to sleep, trying to dream about something else. The coffee was brewing. And I dozed off again after breakfast.
I wish I could say that after getting on with the day, things got better, but it wasn’t the case. I dragged myself from one street to another, suspicious, counting the minutes until 3:30 pm (I started late, obviously).
That's when she appeared.
I rang a doorbell (one of the 416 I had to ring today) and all I got in response was a racket, a bang, a muffled commotion behind the door. I waited. Nothing. Waited some more. ‘El gas...’ I tried, unconvinced.
Then a little voice through the door said, ‘Wait. Wait, eh?! The door is locked.’ I said, ‘Okay, I'll wait,’ in the same tone as the little girl who had given the orders. ‘The door is locked,’ she repeated. ‘He went to get the keys.’
A moment later, “he” finally opened the door. A tall man, speaking in monosyllables. She must have been seven or eight years old. The brown skin of desert children, eyes as black as ebony. She stared at me without saying a word, as if it were the most natural thing in the world — that I should be there, in front of her, and that she should be there, in front of me, opening the door of her home, naked as a jaybird.
She let me in, and the father followed us. I finally found the meter and took my photo. The grandmother was in the kitchen — you could see at a glance that she wasn't quite sane. The house was dirty and messy, my shoes were sticking to the floor, and it was best not to touch the walls.
She said something to me in her pretty, impetuous tone, something that rolled off her tongue. I didn't understand and it almost made me want to apologise. Her father translated: ‘No, nothing. She's just telling you she has candies.’ I replied — to her — that she was lucky.
I wanted to ask her a thousand questions. As if within the body of this wild child laid all the answers in the world, a thousand-year-old wisdom, this profound connection that, at its core, links all cultures together.
If I had said, ‘What is time?’ or ‘Why are we on earth?’, she would have had the answer, I was certain of it.
But instead, the door closed. She disappeared, along with her wildness, her strange little air and her furious freedom.
I went down a few steps so that no one could see me, then I began to scribble down all my impressions, the tiny details that had struck me in a matter of seconds.
I named her Nayla, because it means “she who has big eyes” in Arabic, and because it's the name I would have given to the queen of a free country of the desert if I could have created one.
Then, as I left the building, I turned around and looked up at the floor where she lived. A strange feeling came over me. I checked the time, then looked at the window again. Shouldn't children be at school on a Wednesday at eleven o'clock? —
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#9 - La primera sesión
Pero el lunes siguiente, allí estaba, rodeada de esos salvajes que me cogían por los hombros sonriendo o intentaban hacerme bailar como un vaquero. Imité a los animales de la selva, hice playback con himnos (…)
Contexto. Mes de marzo, un lunes por la noche. La iglesia, que no parece una iglesia sino más bien un salón de actos clandestino, está vacía, salvo por un pequeño grupo de mujeres de entre cuarenta y sesenta años. Hay una luz encendida cerca del altar y estas personas, colocadas en semicírculo alrededor del director, que lleva una guitarra colgada al cuello.
Sabiendo que no hablo una palabra de su idioma¹, me pregunto si, después de todo, fue buena idea: venir a cantar sin conocer a nadie. Pero es demasiado tarde; me ve y me hace señas para que me una a ellos. Aunque me hace el favor de hablar en castellano, la mayoría de sus palabras se pierden en su bigote, así que no sé en qué consiste el primer ejercicio. Todos se ponen a charlar, y tratan de hacerme hablar también.
Pues me equivoqué. Pensar que estaba lista para volver a la vida fue un error. El primero. Desde fuera, quizá parecía funcionar con normalidad — caminaba, dormía, hablaba — pero por dentro solo había una pantalla en blanco con las palabras «sin señal» escritas en letra minúscula. Incluso mis labios se habían acostumbrado a responder por sí solos.
Pero un mes antes había habido un concierto en una iglesia y había escuchado música como nunca antes. Mucha alegría, contratiempos, chasquidos de dedos. Daba ganas de ponerse de pie. Para hacer qué, aún no estaba segura exactamente, pero, por un momento, me recordó quién era. Así que al salir de la iglesia abordé a una corista y le pregunté cómo podía apuntarme.
«Es un coro de música Gospel. Es fácil: el próximo lunes, en el mismo sitio. Ven a las ocho y lo verás».
Pero el lunes siguiente, allí estaba, rodeada de esos salvajes que me cogían por los hombros sonriendo o intentaban hacerme bailar como un vaquero. Imité a los animales de la selva, hice playback con himnos catalanes y triunfé como egipcia con una canción dedicada a Moisés. Sí, era mi primera sesión y la sobreviví gracias a mi firme intención de no volver jamás. Ese fue mi segundo error.
El verano pasó, con toda la pasión, el drama y la aventura que eso implica. Hubo viajes, proyectos, avances y noches en vela, felices, hasta que una ruptura lo puso todo en duda y me devolvió, sin piedad, al punto de partida. De paso, saludé a la Depresión como a una vieja amiga. «Bienvenida a casa», me dijo. Así que volví a vagar por las calles, sin rumbo; como no tenía trabajo, me tomé mi tiempo. Hojeé libros en los bancos, hablé con ancianos sin nietos, volví a visitar los mercados de flores y me perdí entre puestos de fruta repletos.
Unos meses después, mientras subía por la gran avenida que lleva a mi casa, pensativa, observaba cómo bailaban los árboles. Había mucho viento. El semáforo se puso en rojo, esperé. A mi derecha, pegada a un poste, una hoja de papel. «¿Quieres cantar Gospel?», decía. Me reí, mirando a derecha e izquierda, como si alguien me hubiera gastado una broma y estuviera observándome. Estaba segura de saber de qué coro se trataba.
Arranqué unos de los papelitos y me di la vuelta. Necesitaba sentarme un momento.
Una década entera, entonces. Diez años luchando contra las recaídas, la ansiedad, la depresión; una terapia, una mudanza, un cambio de carrera, para encontrarme aquí, dos mil kilómetros más tarde, libre, al sol, en un banco pegajoso comiendo fresas.
«Oh, happy day...» ² Empecé a tararear.
Creo que me ha pasado algo malo en la vida, pensé. Pero eso ya se acabó.
Era una sensación tan bonita que, con lágrimas en los ojos, casi me eché a reír. Marqué el número. «Lunes, a las ocho, en la iglesia de...», me dijeron, y sonreí. Ya sabía qué esperar. —
¹: El catalán, lengua romance hablada principalmente en Cataluña, las Islas Baleares, la Comunidad Valenciana, los Pirineos Orientales franceses y Andorra, donde es la lengua oficial.
²: Oh happy day, The Edward Hawkins singers, 1968.
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#9 - La première séance
Mais un lundi plus tard, je me retrouvais là, au milieu de ces sauvages qui me prenaient par les épaules en souriant ou essayait de me faire danser comme un cow-boy. J’ai imité des animaux de la jungle, fait du play-back sur des hymnes catalans et triomphé (…)
Contexte. Mois de mars, un lundi soir. L’église, qui ne ressemble pas à une église mais plutôt à une salle des fêtes clandestine, est vide, hormis un petit groupe de femmes, âgées de quarante à soixante ans. Il y a une lumière allumée près de l’autel et ces personnes, placées en demi-cercle autour du directeur, qui tient une guitare pendue à son cou.
Sachant que je ne parle pas un mot de leur langue¹, je me demande si, après tout, c’était une bonne idée: venir chanter quand on ne connaît personne. Mais c’est trop tard, il m’a vu et me fait signe de les rejoindre. Même s’il me fait grâce de parler espagnol, la plupart de ses mots se perdent dans sa moustache, si bien que je ne sais pas en quoi consiste le premier exercice. Tout le monde parle, et on essaie de me faire parler aussi.
J’ai eu tort, alors. Me faire croire que j’étais prête à revenir à la vie était une erreur. La première. De l’extérieur, j’avais peut-être l’air de fonctionner normalement — marcher, dormir, parler — mais au-dedans, il n’y avait qu’un écran blanc avec écrit “aucun signal” en toutes petites lettres. Même mes lèvres s’étaient habituées à répondre d’elles-mêmes.
Mais il y avait eu un concert dans une église un mois auparavant et de la musique comme je n’en avais jamais entendu. Beaucoup de joie, des contre-temps, des claquements de doigts. Ça donnait envie de se mettre debout sur ses pieds. Pour faire quoi, je n’étais pas encore sûre exactement mais, pendant un moment, ça m’a rappelé qui j’étais. Alors j’ai attrapé une choriste en sortant de l’église et je lui ai demandé comment je pouvais m’inscrire.
“C’est une chorale de musique Gospel. C’est facile: lundi prochain, même endroit. Viens à 20h et tu verras”.
Mais un lundi plus tard, je me retrouvais là, au milieu de ces sauvages qui me prenaient par les épaules en souriant ou essayait de me faire danser comme un cow-boy. J’ai imité des animaux de la jungle, fait du play-back sur des hymnes catalans et triomphé en égyptienne sur une chanson dédiée à Moïse. Oui, c’était ma première séance et j’y ai survécu grâce à la ferme intention de ne jamais revenir. Ce fut ma deuxième erreur.
L’été a passé, avec toute la passion, le drame et l’aventure que cela implique. Il y a eu des voyages, des projets, du progrès et des nuits blanches, heureuses, jusqu’à ce qu’une rupture remette tout en question et me ramène, impitoyablement, à la case départ. En passant, j’ai salué la dépression comme une vieille amie. Bienvenue à la maison, elle a dit. Alors j’ai recommencé à errer dans les rues ; comme je n’avais pas de travail, j’ai pris mon temps. J’ai feuilleté des livres sur des bancs, parlé à des personnes âgées sans petits enfants, j’ai re-visité les marchés aux fleurs et me suis perdue entre des étals de fruits pleins à craquer.
Quelques mois plus tard, en remontant la grande avenue qui mène jusqu’à chez moi, la tête pensante, je regardais les arbres danser. Il y avait beaucoup de vent. Le feu est passé au rouge, j’ai attendu. À ma droite, collée sur un poteau, une feuille de papier. “Vous voulez chanter le Gospel?” ça disait. J’ai ri, en regardant à droite puis à gauche, comme si quelqu’un m’avait fait une blague et était en train d’observer. J’étais certaine de savoir de quelle chorale il s’agissait.
Tirant sur un des petits papiers, j’ai fait demi-tour. Il fallait que je m’assois un moment.
Une décennie entière, alors. Dix ans à lutter contre les rechutes, l’anxiété, la dépression; une thérapie, un déménagement, un changement de carrière, pour me retrouver ici, deux mille kilomètres plus tard, libre, au soleil, sur un banc qui colle en mangeant des fraises.
“Oh, happy day…” ² j’ai commencé à fredonner.
Je crois qu’il m’est arrivé quelque chose de mal dans la vie, j’ai pensé. Mais tout ça, c’est terminé.
C’était si beau que, les larmes aux yeux, j’en aurais presque ri. J’ai composé le numéro. “Lundi, 20h, à l’église de … ” on m’a dit et j’ai souri. Je savais déjà à quoi m’attendre. —
¹ : Le catalan, langue romane parlée notamment en Catalogne, aux Îles Baléares, dans la Communauté valencienne, dans les Pyrénées-Orientales françaises et à Andorre, dont elle est la langue officielle.
² : Oh happy day, The Edward Hawkins singers, 1968.
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#8 - El después
Las estrellas nacen de su propio colapso. Habrá que recordar esta frase. Nos será útil más adelante. Entonces sucede. Un día, así, sin más. Ya sea por elección propia o porque la vida así lo ha decidido. De repente, todo lo que conocíamos (…)
Las estrellas nacen de su propio colapso. Habrá que recordar esta frase. Nos será útil más adelante. Entonces sucede. Un día, así, sin avisar. Ya sea por elección propia o porque la vida así lo ha decidido. De repente, todo lo que conocíamos desaparece/ha desaparecido, la frontera no está muy clara y es como ver la orilla alejarse desde la popa de un barco. Aún no nos hemos dado cuenta de lo que acaba de pasar, pero cuando la Madre Tierra ya no es más que un punto en el horizonte, nos damos cuenta de que es un billete de ida que llevamos en el bolsillo y que es demasiado tarde para saltar al agua.
Las cosas nunca volverán a ser iguales.
Pues se necesita un año para recuperarse después de un golpe duro. Mamá tenía razón. Un año atravesando el valle oscuro. Y una mañana, por fin, sale el sol. Cerramos los ojos, por reflejo, y el duelo vuelve a ser lo que siempre ha sido: un compañero de viaje no invitado.
En el fondo del abismo, las paredes se abren. Al otro lado se oye el ruido de los coches y de los niños jugando. Qué extraño parece todo de repente. ¿Tenemos derecho a hacer esto? ¿A seguir viviendo después de que un mundo se haya derrumbado? Avanzamos descalzos, observando a los peatones y a la vida que continúa... Parece que no lo saben. Habría que decírselo: lo he perdido todo.
Pero el instinto de supervivencia... El instinto de supervivencia es esa fuerza inmutable que impulsa la sangre por las venas y hace que las pestañas se agiten al despertar, y sigue el olor de los cruasanes en la calle. El instinto de supervivencia es el traidor del alma perdida que solo quiere eso: perderse. Porque es imposible luchar contra ello. La vida no pide permiso para entrar.
Como una brizna de hierba que crece entre las losas de la acera. O una sonrisa que confunde, que nos hace sonrojar, o una risa que se nos escapa. Entra a patadas, incluso sin bajar la guardia.
Caminar, pues. Es todo lo que he hecho desde que llegué a Barcelona. Caminar para recapacitar, para reconocerme, reconstruirme. He dejado cosas atrás, el tiempo pasando, he escrito pequeñas frases en trocitos de papel y las he abandonado en la playa. Sin darme cuenta, sucedió. Porque la vida no pide permiso para entrar. He vuelto a disfrutar de los días bonitos.
Deambulando así, durante esos largos meses de invierno y de primavera lluviosa, aprendí a seguir esas pequeñas cosas que de vez en cuando me arrancaban una sonrisa. Como migas de pan en el camino. Las recogí, una a una. No estaba preparada para vivirlas, pero las guardé, por si acaso, para más adelante.
Y desde lo más profundo de mi noche, sucedió. Vi una pequeña luz¹ encenderse. Era un martes del mes de septiembre. Había un papelito pegado a un semáforo. Lo arranqué para llevármelo y, poco sabía entonces, que lo iba a cambiar todo. —
¹ : Little Light, es el nombre del coro de Gospel donde canto desde el 2022. Little Light Gospel Choir, que significa: pequeña luz.
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#8 - The aftermath
Stars are born out of their own collapse. We shall remember this phrase. We’ll make a good use of it later. So it happens. One day, just like that. Either by choice, or because life has decided so. Suddenly, everything we've ever known disappears/has disappeared, the boundary isn’t clear and (…)
Stars are born out of their own collapse. We shall remember this phrase. We’ll make a good use of it later. So it happens. One day, just like that. Either by choice, or because life has decided so. Suddenly, everything we've ever known disappears/has disappeared, the boundary isn’t clear, and it's like watching the shore recede from the back of a boat. We haven't yet understood what just happened, but when Mother Earth is nothing more than a dot on the horizon, we realise that it's a one-way ticket we have in our pockets and that it's too late to take the plunge.
Things will never be the same again.
It takes about a year, then, to get back on your feet after a hard blow. Mum was right. A year of wandering through the dark valley. Then one morning, the sun rises. We close our eyes, by reflex, and grief becomes what it has always been: an uninvited road companion.
From the depths of the abyss, the walls open up. On the other side, there's the sound of cars and children playing. How strange everything seems, suddenly. Do we have the right to do this? To continue living after a whole world collapses? We move barefoot in the direction of this dream, observing passersby and life going on with its things... They don’t seem to know. Someone should tell them: I've lost everything.
But the survival instinct... Survival instinct is the immutable force that propels blood through our veins and makes our eyelashes flutter when we wake up and follows the smell of croissants in the street. Survival instinct is the traitor to the lost soul who wants nothing but this: to lose itself. Because it's impossible to fight against it. Life doesn't ask for permission to enter.
Like a blade of grass growing between the paving slabs. Or a smile that makes us blush, or a big laugh that escapes us. It bursts in, kicking down the door, even without letting our guard down.
Walking, then. That's all I've done since I arrived in Barcelona. Walking to think, walking to recognise, to rebuild myself. I've left things behind me, time passing by, I've let bygones be bygones, I've drawn boats and written sentences on little papers to left them on the beach. Without realising it, it just happened. Because life doesn't ask for permission to enter. I've learned to enjoy carefree days again.
Wandering around like this for those long winter months and wet spring days, I learned to look out for those things that were able to steal a smile from me every now and then. Like breadcrumbs on the way. I picked them up, one by one. I wasn't ready to experience them, but I kept them, just in case, for later.
And in the depths of my night, it happened. I saw a little light¹ turn on. It was a Tuesday afternoon, in September. There was a homemade paper ad stuck to a traffic light. I pulled it off, took it home and since then, everything has changed. —
¹ : That’s the name of the Gospel choir where I sing, since 2022, Little Light Gospel Choir.
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#8 - L’après
Les étoiles naissent de l’effondrement. Il faudra se souvenir de cette phrase. Elle nous servira plus tard. Alors ça arrive. Un jour, comme ça. Soit par choix, soit parce que la vie en a décidé ainsi. Soudain, tout ce qu’on a toujours connu jusque-là disparaît/a disparu, la limite est floue, et (…)
Les étoiles naissent de l’effondrement. Il faudra se souvenir de cette phrase. Elle nous servira plus tard. Alors ça arrive. Un jour, comme ça. Soit par choix, soit parce que la vie en a décidé ainsi. Soudain, tout ce qu’on a toujours connu jusque-là disparaît/a disparu, la limite est floue, et c’est comme regarder la rive s’éloigner depuis l’arrière d’un bateau. On n’a pas encore réalisé ce qui vient de se passer mais quand la terre-mère n’est plus qu’un point à l’horizon, on se rend compte que c’est un billet “aller simple” qu’on a dans les poches et qu’il est trop tard pour se jeter à l’eau.
Les choses ne seront plus jamais les mêmes.
Il faut un an, alors, pour se remettre sur ses jambes après un coup dur. Maman avait raison. Un an à cheminer à travers la vallée obscure. Puis un matin, le soleil se lève. On ferme les yeux, par réflexe et le deuil redevient ce qu’il a toujours été: un compagnon de route non-invité.
Au fond du gouffre, les parois s’ouvrent. De l’autre côté, il y a le bruit des voitures et des enfants qui jouent. Comme tout paraît étrange tout à coup. Est-ce qu’on a le droit de faire ça? De continuer à vivre après qu’un monde s’écroule? On avance, pieds nus, en observant les passants et la vie qui continue... Ils ont l’air de ne pas savoir. Il faudrait le leur dire: j’ai tout perdu.
Mais l’instinct de survie… L’instinct de survie, c’est cette force immuable qui propulse le sang dans les veines et fait battre les cils au réveil et qui suit l’odeur des croissants dans la rue. L’instinct de survie c’est le traître à l’âme en perdition qui ne veut que ça: se perdre. Parce que c’est impossible de lutter contre. La vie ne demande pas de permission pour entrer.
Comme un brin d’herbe qui pousse entre les dalles du trottoir. Ou un sourire qui confond, un rire qui nous échappe. Ça entre, à coups de pied dans la porte, même sans baisser sa garde.
Marcher, alors. Je n’ai fait que ça depuis que je suis arrivée à Barcelone. Marcher pour réfléchir, marcher pour me reconnaître, pour me reconstruire. J’ai semé des choses derrière moi, j’ai laissé de l’eau couler sous les ponts, j’ai écrit des petites phrases sur des morceaux de papier et je les ai abandonnés sur la plage. Sans m’en rendre compte, c’est arrivé. Parce que la vie ne demande pas de permission pour entrer. J’ai repris goût aux belles journées.
En errant ainsi, durant ces longs mois d’hiver et de printemps humide, j’ai appris à suivre ces petites choses qui arrivaient à me voler un sourire de temps en temps. Comme des miettes de pains sur la route. Je les ai ramassées, une à une. Je n’étais pas prête à les vivre, mais je les ai gardées, juste au cas où, pour plus tard.
Et du fond de ma nuit, c’est arrivé. J’ai vu une petite lumière¹ s’allumer. C’était un mardi, du mois de septembre. Il y avait un petit papier collé à un feu rouge. J’ai tiré dessus pour l’emporter et depuis, tout a changé. —
¹ : Little Light, c’est le nom de la chorale de Gospel dans laquelle je chante depuis 2022. Little Light Gospel Choir.
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