#12 - El globo azul

La historia de un día difícil…

 

En un momento dado, perdí el sentido de la gravedad…

Cuando te alejas de todo, es más fácil volar.

En el camino, encontré un globo azul.

Pequeñito, un poco desinflado, pero ridículamente bonito en comparación con todo lo que lo rodeaba... Decidí aferrarme a él.

Me habría avergonzado abandonarlo yo también. Así que me lo llevé.

Porque ese día vi un mundo vasto y cruel a mi alrededor. Un mundo que trata a las personas como si fueran objetos.

Me asusté, eso es todo. —


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#11 - “Historias del gas”

Esta mañana, como empecé en los terrados, no tenía nada con qué escribir y tenía esta ansia de hacerlo. Así que empecé a llamar a las puertas y, en apenas una hora, ya había reunido un buen botín (…)

 

Trabaja duro y esto podría ser tú algún día: “Ha trabajado duro.”

02/09/23 — Pensamientos

Yo era la chica que, en su primer día de secundaria, llevaba bailarinas moradas con calcetines naranjas y lunares verdes. Y con la sonrisa además. La gente cuchicheaba a mi paso, y yo sonreía, repartía caramelos. No era consciente, bajaba de la montaña.

Dios, cómo me gustaría volver a ese estado de (in)conciencia. Pero fui demasiado lejos. Con los años, me construí un corsé que funcionó maravillosamente. Mientras lo apretaba, la cara morada, la gente aplaudía, me felicitaba. Ahora hago todo lo posible por volver a encontrarme.

Es doloroso, frustrante, aterrador incluso. Pero no, va más allá de eso. En realidad, es una agonía. La muerte del yo fabricado por el nacimiento del yo auténtico. Hay que agarrarse. —

Amanecer en Barcelona, desde los terrados —


19/10/23 — Núria

Creo que hay algo en la frase «Necesito ayuda» a lo que el universo es especialmente sensible.

Esta mañana, nadie me abre la puerta. Es un NO tras otro, y un jefe que dice que es mejor que no vuelva a casa hasta haber conseguido [tal] porcentaje.

Al entrar en su casa, el monstruo voraz que me devora las entrañas constantemente se calma de repente. Todo está oscuro, pero es una oscuridad cálida. En la cocina, hay una vela encendida y una minúscula imagen de María.

Digo unas palabras a la señora, Núria pues, que ya tiene una edad. Me dice que le cuesta caminar. Le cuento que he tenido un mal día y, de repente, dos almas se encuentran. Me aprieta la mano y me ofrece una pera.

«Te la pongo en una bolsa, espera.

—No, le digo. Por favor... Tengo hambre.».

En estas dos palabras, «tengo hambre», y la lástima que le pudo inspirar mi mirada en ese momento, lo leyó todo. No dijo nada, la lavó con agua y me la entregó.

Bueno, otro día horrible, pero pronto todo irá mejor y solo recordaré este gesto: una mano tendida y una persona que habla a otra como si fuera humana.

It’s nice, for a change. (Es agradable, para variar) —


01/12/23 — Maragall/Virrei Amat

Existen dos tipos de contadores: los que se encuentran dentro de las viviendas y los que están en los terrados. Cuando hay que llamar a la puerta (“viviendas”), la compañía está obligada por ley a colocar un aviso — una hoja de papel A4 pegada en la puerta — con una semana de antelación. Es en este papel, que recojo a lo largo del día, donde suelo escribir.

Esta mañana, como empecé en los terrados, no tenía nada con qué escribir y tenía esta ansia mía de hacerlo. Así que empecé a llamar a las puertas y, en apenas una hora, ya había reunido un buen botín (de hojas, claro, no de contadores. A estas horas nadie abre).

Y empecé a pensar… Un año. No pensaba que aguantaría tanto tiempo. Hace un año, tocaba el fondo. Tenía 1,47 € en mi cuenta bancaria y contaba las pequeñas monedas para comprar papel de regalo para mis padres. Lloraba mucho, rezaba poco, confiaba más en malas relaciones para salir del abismo que en mis propias capacidades en Dios. Hace un año, tenía miedo de coger el metro sola, cantaba mis primeros conciertos. Me angustiaba por todo y sudaba día y noche por el dinero. Hace un año, me cortaba el pelo yo misma con unas tijeras de Ikea y utilizaba el presupuesto semanal para comprarme una chaqueta que se suponía que iba a solucionar todos mis problemas. Hace un año, perdía el ánimo, me perdía a mí misma.

Hace, pues, un año que tarareo al bajar del autobús y que practico mis solos en las escaleras. Ahora me cuesta reconocer a la persona que veo subir al escenario y ponerse delante de todo el mundo, murmurando con el corazón lleno de gratitud: «Aquí estoy…».

Ha ocurrido un milagro, y todo empezó así: con una comunidad. Por eso sí, tenemos que apoyarnos mutuamente, día tras día. Tenemos que aprender a no juzgar con dureza los errores, las excusas, los estados de ánimo o los malos días. Porqué sin los demás...

En fin, esta mañana, mientras contemplaba cómo el sol pintaba la ciudad de oro, se me ocurrió que ya no tengo motivos para temer nada. He llegado a un punto en mi relación con Dios que me da la certeza (y la paz que conlleva) de que todo está bajo control. Él se ocupa de cada pequeño detalle de mi vida, como un pintor enamorado, y ya no tengo nada que temer. Los jefes se enfadarán, faltará dinero, los amigos se obstinarán, así es como funciona el mundo y no puedo culpar a nadie por ello. Pero ya no dejo que estas cosas me afectan. Yo escribo, respiro. Sale el sol y, desde los tejados, Lidy, sonrío.

* * *

En este barrio, casi nadie me abrió la puerta. Un perro me mordió en el ascensor y un imbécil me cerró la puerta en las narices. Pero al terminar, me daba igual, sonreía. Para mis jefes, el día fue un fracaso. Para mí, un éxito rotundo: todo lo que he escrito desde entonces, lo escribí en este mismo papel. :) —


Mi colección de escaleras —


07/02/24 — Nayla

Cayó sobre la tierra como un cometa se estrella contra el desierto.

Llevo dos días teniendo sueños extraños. Sueños sórdidos, a decir verdad. Al despertar, me resulta imposible librarme de los escalofríos que me sacuden cuando pienso en ellos.

Hubo un bombardeo, subterráneos secretos, gente que conocía que iba a morir; lo sabía y no podía hacer nada. Las visiones eran tan intensas que no pude levantarme enseguida. Me arrastré hasta el sofá y volví a dormirme allí, intentando soñar con otra cosa. El café se estaba preparando. Y me quedé dormida otra vez después del desayuno.

Me gustaría poder decir que, después de empezar el día, las cosas mejoraron, pero no fue así. Deambulé de una calle a otra, desconfiada, contando los minutos hasta las 15h30 (empecé tarde, claro).

Fue entonces cuando apareció. Toqué un timbre (uno de los 416 que tuve que llamar hoy) y la única respuesta fue un alboroto, un golpe, un ruido sordo tras la puerta. Esperé. Nada. Esperé un rato más. «El gas…», intenté, sin mucha convicción.

Y una vocecita a través de la puerta dijo: «¡Espera! ¡¿Espera, eh?! La puerta está cerrada». Dije: «De acuerdo, me espero», con el mismo tono de la niña que daba las órdenes. «La puerta está cerrada», repitió. «Fue a buscar las llaves».

Un momento después, «él» finalmente abrió la puerta. Un hombre alto, de lenguaje monosilábico. Ella debía de tener siete u ocho años. La piel morena de los hijos del desierto, los ojos negros como el ébano. Me miró fijamente sin decir palabra, como si fuera lo más natural del mundo: que yo estuviera allí, frente a ella, y que ella estuviera allí, frente a mí, abriendo la puerta de su casa, desnuda como un pájaro.

Me dejó entrar y el padre nos siguió. Al final encontré el contador y le hice una foto. La abuela estaba en la cocina; con solo mirarla, se veía que no estaba en sus cabales. La casa estaba sucia y desordenada, se me pegaban los zapatos al suelo y era mejor no tocar las paredes.

Ella me dijo algo, en un idioma que parecía música, pero no la entendí, y casi me dio ganas de disculparme. El padre tradujo: «No, no, nada. Solo te está diciendo que tiene caramelos». Le respondí — a ella — que tenía suerte.

Quería hacerle mil preguntas. Como si dentro del cuerpo de esta niña salvaje se encontraran todas las respuestas del mundo, una sabiduría milenaria, esa profunda conexión que, en su esencia, une a todas las culturas.

Si hubiera dicho: «¿Qué es el tiempo?» o «¿Por qué estamos en la Tierra?», ella habría tenido la respuesta, estaba segura.

Pero, en cambio, la puerta se cerró. Ella desapareció, con su fiereza, su aire extraño y su furiosa libertad.

Bajé unos escalones para que no me vieran y empecé a anotar todas mis impresiones, los pequeños detalles que, en cuestión de segundos, me habían llamado la atención.

La llamé Nayla. Porque significa «la de los ojos grandes» en árabe y porque es el nombre que le habría puesto a la reina de un país libre del desierto si hubiera podido crear uno.

Luego, al salir del edificio, me di la vuelta y miré hacia arriba, hacia el piso donde vivía ella. Me invadió una extraña sensación. Miré la hora y luego volví a mirar hacia la ventana. ¿No deberían estar los niños en el colegio un miércoles a las once? —


A veces Dios no cambia tu situación porque ya está ocupado a cambiarte, a ti.


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#9 - La primera sesión

Pero el lunes siguiente, allí estaba, rodeada de esos salvajes que me cogían por los hombros sonriendo o intentaban hacerme bailar como un vaquero. Imité a los animales de la selva, hice playback con himnos (…)

 

Contexto. Mes de marzo, un lunes por la noche. La iglesia, que no parece una iglesia sino más bien un salón de actos clandestino, está vacía, salvo por un pequeño grupo de mujeres de entre cuarenta y sesenta años. Hay una luz encendida cerca del altar y estas personas, colocadas en semicírculo alrededor del director, que lleva una guitarra colgada al cuello.

Sabiendo que no hablo una palabra de su idioma¹, me pregunto si, después de todo, fue buena idea: venir a cantar sin conocer a nadie. Pero es demasiado tarde; me ve y me hace señas para que me una a ellos. Aunque me hace el favor de hablar en castellano, la mayoría de sus palabras se pierden en su bigote, así que no sé en qué consiste el primer ejercicio. Todos se ponen a charlar, y tratan de hacerme hablar también.

Pues me equivoqué. Pensar que estaba lista para volver a la vida fue un error. El primero. Desde fuera, quizá parecía funcionar con normalidad — caminaba, dormía, hablaba — pero por dentro solo había una pantalla en blanco con las palabras «sin señal» escritas en letra minúscula. Incluso mis labios se habían acostumbrado a responder por sí solos.

Pero un mes antes había habido un concierto en una iglesia y había escuchado música como nunca antes. Mucha alegría, contratiempos, chasquidos de dedos. Daba ganas de ponerse de pie. Para hacer qué, aún no estaba segura exactamente, pero, por un momento, me recordó quién era. Así que al salir de la iglesia abordé a una corista y le pregunté cómo podía apuntarme.

«Es un coro de música Gospel. Es fácil: el próximo lunes, en el mismo sitio. Ven a las ocho y lo verás».

Pero el lunes siguiente, allí estaba, rodeada de esos salvajes que me cogían por los hombros sonriendo o intentaban hacerme bailar como un vaquero. Imité a los animales de la selva, hice playback con himnos catalanes y triunfé como egipcia con una canción dedicada a Moisés. Sí, era mi primera sesión y la sobreviví gracias a mi firme intención de no volver jamás. Ese fue mi segundo error.

El verano pasó, con toda la pasión, el drama y la aventura que eso implica. Hubo viajes, proyectos, avances y noches en vela, felices, hasta que una ruptura lo puso todo en duda y me devolvió, sin piedad, al punto de partida. De paso, saludé a la Depresión como a una vieja amiga. «Bienvenida a casa», me dijo. Así que volví a vagar por las calles, sin rumbo; como no tenía trabajo, me tomé mi tiempo. Hojeé libros en los bancos, hablé con ancianos sin nietos, volví a visitar los mercados de flores y me perdí entre puestos de fruta repletos.

Unos meses después, mientras subía por la gran avenida que lleva a mi casa, pensativa, observaba cómo bailaban los árboles. Había mucho viento. El semáforo se puso en rojo, esperé. A mi derecha, pegada a un poste, una hoja de papel. «¿Quieres cantar Gospel?», decía. Me reí, mirando a derecha e izquierda, como si alguien me hubiera gastado una broma y estuviera observándome. Estaba segura de saber de qué coro se trataba.

Arranqué unos de los papelitos y me di la vuelta. Necesitaba sentarme un momento.

Una década entera, entonces. Diez años luchando contra las recaídas, la ansiedad, la depresión; una terapia, una mudanza, un cambio de carrera, para encontrarme aquí, dos mil kilómetros más tarde, libre, al sol, en un banco pegajoso comiendo fresas.

«Oh, happy day...» ² Empecé a tararear.

Creo que me ha pasado algo malo en la vida, pensé. Pero eso ya se acabó.

Era una sensación tan bonita que, con lágrimas en los ojos, casi me eché a reír. Marqué el número. «Lunes, a las ocho, en la iglesia de...», me dijeron, y sonreí. Ya sabía qué esperar. —


¹: El catalán, lengua romance hablada principalmente en Cataluña, las Islas Baleares, la Comunidad Valenciana, los Pirineos Orientales franceses y Andorra, donde es la lengua oficial.

²: Oh happy day, The Edward Hawkins singers, 1968.


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#8 - El después

Las estrellas nacen de su propio colapso. Habrá que recordar esta frase. Nos será útil más adelante. Entonces sucede. Un día, así, sin más. Ya sea por elección propia o porque la vida así lo ha decidido. De repente, todo lo que conocíamos (…)

 

Las estrellas nacen de su propio colapso. Habrá que recordar esta frase. Nos será útil más adelante. Entonces sucede. Un día, así, sin avisar. Ya sea por elección propia o porque la vida así lo ha decidido. De repente, todo lo que conocíamos desaparece/ha desaparecido, la frontera no está muy clara y es como ver la orilla alejarse desde la popa de un barco. Aún no nos hemos dado cuenta de lo que acaba de pasar, pero cuando la Madre Tierra ya no es más que un punto en el horizonte, nos damos cuenta de que es un billete de ida que llevamos en el bolsillo y que es demasiado tarde para saltar al agua.

Las cosas nunca volverán a ser iguales.

Pues se necesita un año para recuperarse después de un golpe duro. Mamá tenía razón. Un año atravesando el valle oscuro. Y una mañana, por fin, sale el sol. Cerramos los ojos, por reflejo, y el duelo vuelve a ser lo que siempre ha sido: un compañero de viaje no invitado.

En el fondo del abismo, las paredes se abren. Al otro lado se oye el ruido de los coches y de los niños jugando. Qué extraño parece todo de repente. ¿Tenemos derecho a hacer esto? ¿A seguir viviendo después de que un mundo se haya derrumbado? Avanzamos descalzos, observando a los peatones y a la vida que continúa... Parece que no lo saben. Habría que decírselo: lo he perdido todo.

Pero el instinto de supervivencia... El instinto de supervivencia es esa fuerza inmutable que impulsa la sangre por las venas y hace que las pestañas se agiten al despertar, y sigue el olor de los cruasanes en la calle. El instinto de supervivencia es el traidor del alma perdida que solo quiere eso: perderse. Porque es imposible luchar contra ello. La vida no pide permiso para entrar.

Como una brizna de hierba que crece entre las losas de la acera. O una sonrisa que confunde, que nos hace sonrojar, o una risa que se nos escapa. Entra a patadas, incluso sin bajar la guardia.

Caminar, pues. Es todo lo que he hecho desde que llegué a Barcelona. Caminar para recapacitar, para reconocerme, reconstruirme. He dejado cosas atrás, el tiempo pasando, he escrito pequeñas frases en trocitos de papel y las he abandonado en la playa. Sin darme cuenta, sucedió. Porque la vida no pide permiso para entrar. He vuelto a disfrutar de los días bonitos.

Deambulando así, durante esos largos meses de invierno y de primavera lluviosa, aprendí a seguir esas pequeñas cosas que de vez en cuando me arrancaban una sonrisa. Como migas de pan en el camino. Las recogí, una a una. No estaba preparada para vivirlas, pero las guardé, por si acaso, para más adelante.

Y desde lo más profundo de mi noche, sucedió. Vi una pequeña luz¹ encenderse. Era un martes del mes de septiembre. Había un papelito pegado a un semáforo. Lo arranqué para llevármelo y, poco sabía entonces, que lo iba a cambiar todo. —


¹ : Little Light, es el nombre del coro de Gospel donde canto desde el 2022. Little Light Gospel Choir, que significa: pequeña luz.


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#7 - Hay que seguir

Hay veces que me canso de contar historias bonitas. De hacer dibujitos delicados y “llenos de sensibilidad”. De escribir las cosas desde la perspectiva de la resiliencia. Tienes suerte. Has tenido tanta suerte en la vida. No lo negaré, pero si pudiera, vomitaría esa frase. A veces, me da ganas de gritar cuando (…)

 

Hay veces que me canso de contar historias bonitas. De hacer dibujitos delicados y “llenos de sensibilidad”. De escribir las cosas desde la perspectiva de la resiliencia. Tienes suerte. Has tenido mucha suerte en la vida. No lo negaré, pero si pudiera, vomitaría esta frase.

A veces, me da ganas de gritar cuando escucho que soy valiente. No quiero ser valiente. Quiero llevar una vida normal.

Pasar una noche sin pesadillas. Ir al supermercado sin sufrir un ataque de ansiedad. Tener veintinueve años y no todavía depender de mis padres para comer.

A veces, me gustaría parar de reír. Volver a ese momento en el que estaba ciega y sacudirme, abofetearme. «Por Dios, deja de sonreír». Porque las risas lo hacían todo. Lo ocultaban, lo justificaban todo. Tú me tocabas en la sombra y yo me reía, muerta por dentro.

Y por la noche, cuando cierro los ojos, no veo nada más que eso. Tú y yo en la barandilla. Tú y yo en el parque. Tú y yo en secreto. En un secreto inocente. Quisiera vomitar todo de ti, de mí y de toda esa gente que nunca dejó de decirme lo afortunada que era en la vida.

“¿Todo lo que tuve que afrontar se llama suerte para ti?

Es la última vez que miro atrás.” ¹

A veces, solo quisiera que los objetos volvieran a ser objetos, y no símbolos. Que una ciudad volviera a ser un simple punto en un mapa y no la fuente de todas mis desgracias.

Pero tuve valor. Y me atreví a hablar. Así que ya no hay vuelta atrás. Ni mañanas anodinas, ni risas sin dolor. Hay que volver a aprender a viajar sola en autobús y a no sobresaltarse cuando un desconocido nos habla. Hay que recordar cómo se calma a un niño asustado y hacerlo por uno mismo. Hay que enfadarse por una vez y dejar de perdonarlo todo por el bien... ¿de quién, ya? Aceptar que los que se han ido han tomado una decisión.

Así que podemos llorar por el camino, sentirnos aterrorizados, destrozados o agotados, incluso fingir que estamos bien durante un tiempo. Pero pase lo que pase, hay que seguir. Encontrar la fuerza y ​​adelante: seguir.


¹ : Del poema He oído decir.


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#3 - De qué hablan las mujeres entre ellas

Lo recuerdo. Fue el libro que lo empezó todo. La paranoia, la huida, el vagar de un extremo a otro de la ciudad... Era el libro. (…) Por curiosidad, lo abrí. Pensé que no habría ningún daño en hojearlo. Pues me equivoqué.

Sin ofender a estos caballeros, de sus madres

 

"Del control al abuso narcisista:

(...) El abuso narcisista es la proyección del progenitor sobre el hijo (en este caso: de la madre sobre su hija) cuyos dones son explotados no para desarrollar sus propios recursos sino para satisfacer la necesidad de gratificación del progenitor. (...) Se trata de un abuso de identidad, al ser la niña colocada en un lugar que no es el suyo y, correlativamente, desposeída de su propia identidad por la misma persona encargada de ayudarla a construirse. (...) 


La sobreinversión por parte de la madre va acompañada de una falta de amor real, que la niña transforma en falta de autoestima, una demanda insaciable de reconocimiento y una necesidad insatisfecha de amor. La niña “superdotada” no cesa de multiplicar hazañas para merecer a través de sus dones un amor siempre insatisfactorio porque nunca dirigido hacia sí mismo, para sí mismo. (…)”

[Diario, 2018:] “No puedo seguir. Es aterrador. Es como si este libro fuera un oráculo de mi vida. Está todo escrito ahí: el dolor constante, la bulimia, el deseo de hacerme daño, de morirme de hambre, hasta desaparecer. Todas las cosas que ni siquiera me atrevo a admitirme a mí misma. (...) Tengo miedo. La consulta del Dr. M. está cerrada y no tengo adónde ir. Lo único que sé: no puedo volver a casa”. 

Lo recuerdo. Fue el libro que lo empezó todo. La paranoia, la huida, el vagar de un extremo a otro de la ciudad... Era el libro. En mis delirios fantasmales, acabé en la biblioteca y me encontré con este libro: Madres e hijas: Una relación de tres. Por curiosidad, lo abrí. Pensé que no habría ningún daño en hojearlo. Pues me equivoqué.

“La niña se debate entre la pequeñez y la grandeza, el odio a sí misma y el amor, la interioridad del ser y la exteriorización a través del hacer, la oscuridad de un sufrimiento secreto y la luz de una gloria ofrecida en vano. Tal es, en efecto, su destino cuando su madre, olvidando su propia identidad de mujer, le encarga de realizar sus aspiraciones en su lugar.” ²

Hojeándolo, fue como si el mundo se hubiera deslizado bajo mis pies. Tuve la sensación de que alguien me estaba observando. “Esta necesidad de amor nunca podrá ser satisfecha porque las expresiones de interés nunca están realmente dirigidas hacia la niña”. Era broma, ¿verdad? ¿Alguien había dejado allí el maldito libro, sólo para burlarse de mí?

“[Maria, de la película Bellissima] sin duda habría llegado a ser una joven brillante [si hubiera tenido cualquier don especial] pero, sin embargo, siempre hambrienta de gratificación narcisista, alternando periodos de excitación y depresión, hiperactividad y pasividad, siempre deseosa de agradar pero generalmente poco amada, probablemente bulímica a la vez que preocupada por su figura, emocionalmente inmadura a la vez que sexualmente muy hábil.» ³

“A partir de ahí, algo se quebró en mi cabeza. Vi la luz. Estaba en el ojo de la tormenta, pero de repente muy serena porque todo me apareció como una poderosa revelación, con un único desenlace posible: la huida o la muerte”. 


Piensa en Rapunzel, que nunca ha tocado la realidad, ni de lejos. Sin saber de qué está hecho, imaginó un mundo. Y en este mundo, todos los personajes de la historia quieren hacerle daño. Y, en el fondo, no se equivoca, porque sin voz propia cada uno es libre de poner en su boca palabras que nunca quiso. Pero la pregunta liberadora no es: ¿quién está realmente de mi lado? ¿Y quién ha estado fingiendo todo este tiempo?

La pregunta, desde siempre, fue: ¿Quién tiene más que ganar si Rapunzel se queda en su torre?

Artista : Claire Keane, su página web aquí.

MARIA (a su madre): ¿Sabes lo que realmente me ayudaría? Si me quisieras menos. —


¹, ² , ³ : “Cuando las mujeres se reúnen (...) ¿de qué hablan? Sin ofender a estos caballeros, de sus madres. Así lo afirman Caroline Eliacheff y Nathalie Heinich en su libro sobre las relaciones madre-hija.” — C. Eliacheff, N. Heinich (2010). Mère-fille: une relation à trois. Albin Michel


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#1 - Aquí estoy

¿Crees que lo ve? Que no hay nadie en el escenario, que ya nadie vive dentro de este cuerpo. Soy fantasma, nada más. Las estrellas llamaron a través de la ventana aquella noche, y estaba a punto de responder: «Aquí estoy». (…)

 

Alone together, Maria Kreyn, 2012 —

 

Lista, posición, ya. 

Aquí estoy

“Otra vez.” 

El ejercicio es sencillo.

Público a oscuras.

Un solo foco.

Dar un paso adelante,

Mirarlos a todos

Y decir con confianza: «Aquí estoy».

Aquí sigo.

No es que no lo haya intentado. 

Un poco cada día

Eso es lo que nos enseña.

Cuando quieres algo en la vida,

Tienes que trabajar en ello

Un poco,

Cada día.

Pero lo entendieron

Mucho antes que yo, ¿verdad?

Hacerla desaparecer,

Sin brutalidad.

Sólo humillarla,

Un poco

Cada día.

Aquí estoy.

«Otra vez.»

¿Crees que lo ve?

Que no hay nadie en el escenario,

Que ya nadie vive dentro de este cuerpo.

Soy un fantasma, nada más.

 

Las estrellas

Llamaron a través de la ventana

Aquella noche

Y estaba a punto de responder: 

«Aquí estoy». 


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