#2 - El vagar de los grandes días

 

Octubre de 2018 — En la iglesia.

Querida Lidy,

Me parece que son lugares como este que buscamos cuando sufrimos. Lugares que nos hacen sentir que todavía pertenecemos a algo... Sea lo que sea.

No hay nadie alrededor. Tengo la extraña impresión de haber oído estos susurros antes, de haber visto estos vitrales — en sueños o en mis recuerdos, he entrado por esta puerta, he acariciado su madera, estoy segura. No puedo decir si Dios estaba allí la última vez que pise este suelo, pero sé que una parte de mí murió entre estas paredes.

He pasado la semana vagando por la ciudad. No puedo ir a clase de teatro, estoy afónica y no puedo pretender que estoy aquí, en el escenario, delante de los demás. No tengo fuerzas. (Te lo ruego, no digas nada, ¿vale?)

Es culpa mía. Había establecido hace tiempo, que cuando las cosas se pondrían feas, simplemente me aislaría del resto del mundo. ¿Te acuerdas? De pequeña lo llamaba «extinción». Basta con apagar los sentidos. Es como ser una muñeca de trapo, dejas que el cuerpo tome el control. Las humillaciones, los gestos a rechazar, las cosas a las que hay que enfrentarse, todo se vuelve tan lejano que nada ya te puede afectar.

Pero tengo miedo. Creo que me he quedado bloqueada, Lidy. No consigo salir de este estado. El otro día quiso él que me arrodillara y desde entonces no he vuelto. Ya no habito este cuerpo. Cogí una mochila, metí cosas dentro, ni siquiera miré... Lo metí todo y, desde entonces, me paso las tardes vagando. De vez en cuando, escribo. Muevo los dedos para saber si se ha acabado. Y pienso en esa frase del Principito que me ahoga cada vez que la leo:

“Estarás triste. (…) Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad. (…) ¿Comprendes? Es demasiado lejos. No puedo llevar este cuerpo allí. Es demasiado pesado.”

Cayó suavemente como cae un árbol. En la arena, ni siquiera hizo ruido — El Principito, capítulo 26

Sin saber bien cómo, me encontré frente al teatro. Llamé a la puerta. Sentía esperanza y náuseas al mismo tiempo. Hoy es martes. Son cuatro. Cuatro días sin comer. El profe abrió, sorprendido. “La clase no empieza hasta las seis”. Le empujé. Le dije que no estaría a las seis. Subí al escenario, di la vuelta y, frente a la luz, lo intenté de nuevo: «Aquí estoy». Lo dije mil veces. Y empecé a llorar. Él vino, me abrazó. Le besé. No se inmutó. Como si supiéramos desde el principio que acabaría así. Me hizo sentarme para respirar un momento, y me preguntó qué pasó, pero no sé hacer esto: hablar. Si hubiera sabido por dónde empezar, habría gritado. En lugar, le besé de nuevo. Nos hemos dejado llevar; me cogió la mano y la deslizó allí. Estaba duro, quise apartarme. A los hombres les encanta eso: hacerte sentir. ¡Como si fuera el mayor de los cumplidos!

De una manera u otra, me fui. El sol abrasaba toda la ciudad. Seguí mi camino tambaleándome, pero no tenía adónde ir. Había agotado todos los significados de la palabra «hogar»: la pluma, el papel, el escenario, los brazos de un ser querido. Ya no significaba nada. Todo se apagó. Y mientras él existe, Lidy, yo no podré volver. —


A llevar conmigo:

  • Pasaporte

  • Rosario

  • Camiseta ratóncito para dormir.

  • 2 pantalones

  • 6 braguitas

  • 6 pares de calcetines

  • Chaqueta azul

  • Cepillo de dientes

  • Maquillaje

  • Cercles, de Yannick Haenel.


N.B. : Este episodio ocurrió el día antes de mi partida. Al día siguiente, me iba a Londres, donde viví tres años.


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