Violencia matutina
No eres más que una cobarde, oigo decir en mi cabeza. Una cosita muerta al nacer, escondida, sola, acurrucada en su interior. Me río hablando de cosas que no me interesan, (…)
La mayoría de las veces, son pensamientos frívolos. El color ideal de sábanas para iluminar la habitación, el pañuelo de seda, la chaqueta vaquera. Estoy esperando a cobrar para poder hacer un pedido por Internet. Y todo ello mientras escucho música, mi única escapatoria, y floto por encima de la multitud que empuja, empuja para entrar en el metro. La gente suspira para ahogar sus gritos.
No me reconozco. Ya no soy la niña soñadora que levantaba la nariz al cielo buscando los globos aerostáticos, ni la mocosa ambiciosa que lo sabía todo, de principio a fin — el comienzo, la dirección, el significado de las cosas — ni la adolescente que anhelaba tanto el mar… Lo he perdido todo. El piso está hecho un desastre y anoche bebí demasiado. ¿Mis únicas amigas? Les tengo miedo porque podrían ver que la chica guay en la que me he convertido tiene un puñal clavado en el corazón. La fachada ya no se aguanta.
Al salir del metro, hacen cola para subir por la escalera mecánica. No lo entiendo. Desde lejos, parecen ganado, pero un ganado con prisa, un ganado ambicioso. En la calle, el amanecer pinta los edificios de rosa. Es primavera. Y un tipo tira patadas a unas cajas de cartón mientras saca la basura. Son las siete de la mañana. ¿Cómo se llega a dar patadas en la calle, cuando el día ni siquiera ha empezado?
Siempre me duele. Le digo a la gente que he encontrado trabajo y todos me felicitan: «¡Es fantástico!». Formo parte del sistema. Puedo ir al bar y pagar mi propia cerveza. Hablo de coaching, de negocios, de ropa, de fitness. Pero una vez en casa, la verdad, a veces tengo ganas de llorar. Cada vez me pregunto por qué no he hablado de las cosas que realmente me interesan. ¿Por qué no he hablado de pintura? ¿De ese mundo que bulle dentro de mí? De árboles que hablan, de música y del mar. De pequeños personajes que imagino y siempre me hacen reír. ¿Por qué nunca me he atrevido a explicar por qué siempre levanto la nariz cuando sopla el viento? ¿Por qué no he mostrado las fotos secretas que hago en la calle y que tanto me emocionan? ¿Por qué nunca me he atrevido a confesar a nadie que me mata que me feliciten por haber encontrado trabajo? Yo tenía un trabajo... Era vivir. Era hacer de cada minuto que se me ofrece una oda a la belleza del mundo. Tenía un trabajo. El de transmitir esto. El de tocar las almas, hacerlas estremecerse por dentro. El de despertarlas a la vida. ¿No paga? Es lo que me dicen. ¿Pero quién dijo que era imposible?
«¿A qué te dedicas?». A despertar las almas.
¿Realmente son mis amigas si nunca me he atrevido a contarles todo esto?
No eres más que una cobarde, oigo decir en mi cabeza. Una cosita muerta al nacer, escondida, sola, acurrucada en su interior. Me río hablando de cosas que no me interesan, aprendo a usar lo que funciona y lo aplico. Y lo peor es que… funciona. Tengo buen aspecto ahora, me hacen cumplidos. «¡Has adelgazado, qué bien! Estás hermosa». Por dentro me estoy muriendo y no se lo he dicho a nadie.
Podría haber evitado todo esto. Bastaba con una respuesta sincera, una sola, para que el hecho de haber encontrado trabajo me hiciera sentir en paz. Bastaba con: «Estoy buscando mi camino», el día que me preguntaron a qué me dedicaba.
¿Esa niña que soñaba con todo, dime? Es ella quien quiere escribir esta noche. ¿Qué ha hecho para que le repitas constantemente al oído: No puedes. Incapaz. El tiempo pasa, ya es demasiado tarde. No hay nada más que vivir. Ahí... Enciende la tele, duérmete. ¿Mostrarte tal y como eres? Pero mira. Ni siquiera tú levantas la mirada, ¿qué hay que ver? Nada. Y eso es lo que vales, así que no te hagas daño. Tómate otro cigarrillo, relájate. Nadie te espera esta noche.
No es en la calle, a las siete de la mañana, donde se encuentra. La violencia está dentro de mí. —
Leer también Sabes bien que seré yo, Diario (vol. IV), Julien Green.
La versión PDF aquí — Imprímelo, guárdalo, compártelo
♡
#13 — El globo azul (la historia)
Es difícil ser muy pequeño porque la gente es cruel. «Ves, hijo, le decía un padre a su niño el otro día, mientras los tres esperábamos el ascensor. Esfuérzate en los estudios, si no, acabarás como ella». Oscar Wilde decía (…)
Es difícil ser muy pequeño porque la gente es cruel.
«Ves, hijo, le decía un padre a su niño el otro día, mientras los tres esperábamos el ascensor. Esfuérzate en los estudios, si no, acabarás como ella».
Oscar Wilde decía: «Me niego a entrar en una batalla intelectual con un hombre desarmado». Así que guardé mi libro en mi bolsillo y me callé.
Es un poco cada día, decía mi profesor de teatro en Francia. Cuando tienes un objetivo en la vida, tienes que dedicarle un poco de tiempo cada día. Y menospreciar a la gente es un deporte como cualquier otro, al fin y al cabo.
Un martes, temprano por la tarde, en julio. Hacía mucho calor (¡37 °C!) y el verano apenas comenzaba. Había pasado el día subiendo y bajando escaleras (entre 50 y 60 pisos al día, sin ascensor) y, por fin, empezaba a ver la luz al final del túnel.
Llamé al timbre.
«¿Quién es?», dijo un hombre por el interfono.
— La lectura del gas.
— Ah.
La decepción en su voz era palpable. Colgó. Oí ruido en la entrada, así que me quedé, por si acaso. Y, efectivamente, bajó a abrirme. Me indicó dónde estaban los contadores — en la entrada — pero había un montón de cosas que bloqueaban el acceso. Maldijo, retiró una bicicleta, juguetes de plástico y, en su impulso, un globo salió volando y cayó rodando por las escaleras.
Lo vi flotar un instante.
Al darme la vuelta, vi que el tipo me miraba fijamente, bicicleta en la mano, impaciente, así que me apresuré a hacer mis lecturas. Le di las gracias cordialmente, recogí el globo escapado y se lo tendí.
«No, pero ¿qué quieres que haga con esto?», dijo molesto. «¡Tíralo fuera!». Así que salí con el globo en la mano y oí cómo se cerraba la puerta de golpe a mis espaldas.
Había tenido un día tan difícil... Exactamente eso, gente agresiva sin motivo, rechazos, comentarios, suspiros... Durante un momento, no pude moverme. Me quedé clavada en el sitio, intentando con todas mis fuerzas no echarme a llorar. Era demasiado estúpido, la verdad. Así que respiré hondo y miré el globo. ¿Qué voy a hacer contigo?
«¡Tíralo!», seguía oyendo gritar al tipo. «¡A la calle, me da igual!».
Pero no pude. ¿Así se hacen las cosas hoy en día? ¿Usar y tirar, next!, sin pensarlo dos veces? Mi globo y yo éramos como dos gatos callejeros, y desde luego no iba a abandonarlo allí. Habría sido como admitir que el tipo tenía razón. La idea me daba escalofríos. Así que abrí mi libro por la página donde lo había dejado y caminé hasta el metro, globo bajo el brazo, donde todos me miraron un poco raro. Pero creo que fue ese día cuando entendí que «raro» era un halago, al final, y que iba a pasar el resto de mi vida nadando contracorriente. —
La versión PDF aquí — Imprímelo, guárdalo, compártelo
♡
